Extendido y largo cuerpo que recibe las acequias en el valle, en los arroyos, desde las quebradas; desde barrancos insalvables, desde laderas sembradas de eucaliptos: desde todas partes cae el agua como un aguacero zigzagueante y horizontal, eso pondría, eso sería, tendría que ser pintoresco, lleno de verdes y de mangos, una acuarela ridícula, un lienzo absurdo; previsible y repetido por todas las amas de casa y los que van con un manojo de hierbas en la mano: el predador débil, incapaz de saltar un pozo de agua. la hondonada o la ciudad larga y profunda hendija, se tiende como un lote de tierra, accidente o cicatriz, allí, cuerpo rojo de arcilla, lancinante cuerpo tendido, a la espera de ser penetrado; voluptuoso y desaliñado, muy puto, cuerpo que recibe la mierda a torrentes, porque así cae la montaña, con brazos y cuerpos, ramas y lozas, lavadoras y guayabas: crece como un monstruo o una mujer gigante embarazada, llena de estrías y cardenales: embarazo ficticio que no pare, eso vi y era un sueño, eso vi de mañana y de tarde, lo vi de noche y sentí que vivía en un lugar donde se libraría la última batalla de la especie.
La ciudad está hinchada de agua. Está hinchada como una rata expuesta y feliz que ya no se esconde en los albañales, está henchida, desconcertada la rata feliz, fuera y al sol, a la lluvia, al plomo que cae: las hojarascas mugrosas la transitan, y no es tan terrible todo, porque en el trópico cualquier tontería embellece, recordemos que todas la ciudades han crecido al margen de los ríos. No es necesario recordar al Tiber, al Nilo ni al Éufrates para decir Guaire. Cuando Alejandro bajó desde las mesetas persas a Babilonia, enfermó de mortalidad, tenía el hígado a punto de reventar y la mirada turbia, bajaba al valle infecto del Tigris e iba triste y conmovido, ganado por la atmósfera viciada de las ciénagas, el zumbido de las moscas: todo se pudre cerca de un río, y la inmortalidad se resiente, hay mosquitos y ratas gordas como cerdos grises
¿En esta ciudad hubo jardines colgantes? Bejucos emponzoñados, sí ¿Pero jardines? En Caracas las acacias florecen y dejan caer sus nazarenos en tiempos amables, de reconciliación, tiempos de cañas y espigas púrpuras: desde los cedros cuelgan parásitas espinosas. Caracas es una esponja. A las riberas del río haciendas hubo y siempre fueron devastadas; veraneantes hubo, los más osados salían de los recodos y se ahogaban al intentar cruzarlo, había cazadores que corrían sobre las piedras y desde esas rocas musgosas hacían colgar sus piernas y mojaban sus pies. Las señoritas se perdieron para siempre en el cieno. Río en espiral, vuelta, giro. Hay que desenrollar a la culebra, hacerla enderezar con baúles de concreto, hacer papilla y fluir una vez muerta la culebra que renace al recodo: culebra roedor, de dientes afilados que aprieta un brazo o una pierna, la sonrisa de un desprevenido, el deseo de un amante, en la tarde o a la mañana. La gente que ha tendido puentes y los cruza no escapa a su mirada, la mirada de la culebra es poderosa, y sus músculos se mueven como ondas desordenadas sobre un hilo sinuoso, la culebra cambia su piel, la cambia para no mudar, barro que se desplaza y es barro siempre. El río es torrencial, una filosofía de la suciedad. Es recorrido por nómadas que lo conocen y adulan, le queman el monte y sangran sobre él.
La costra del Güaire, hombres y mujeres, sombras que enmudecen desde todas sus orillas, sacrifican y no cantan: allí sienten que sanan. El río es un exfoliante, él arranca lo muerto y lo muerto que se pudre flota sobre espumas claras, las espumas del río, manchas de azul o gris sobre la mierda, la gente ha tendido puentes y vive debajo, no los cruza, se confunden, hacen hogueras y se sienten a comer pan duro y carne de roedores: en cierto modo, ancestrales, como Babilonia o Roma, como los indios que conquistaron Caracas, siempre deshabitada y hostil.
Una mujer hace su labor y no sabe que al otro lado de la calle, detrás de los aserraderos, hay un río que la reclama, un niño vuela una cometa sobre tuberías rotas y va desnudo como un perro mestizo, se abre paso entre las espigas, lo eleva y lo cruza con otros cometas que vuelan otros niños, muchos, sobre los cauces, las barcazas imposibles que sueñan, la piel que se muda y las células muertas, una morgue que corre entre zapatos y tablas, un naufragio acaudalado: la señorita que hace sus labores, los niños que vuelan sus cometas, los habitantes que duermen al fondo de las cloacas secas. Los sacerdotes que cagan desde los puentes de hierro, se reconocen y saben que el olor es fuerte, y bendicen sus pobres vidas, acometen a una brisa de trapos muy sucios, de carnes muy muertas, y respiran porque hay fuerza. La fuerza se ha volcado y es un torrente de edredones y cocinas: flotan buques de latón, pelucas encendidas, cabezas locas, una corriente baja y cruza la hacienda de Macarao, y hace sonar el azul de un bonito día, allí donde se han ahogado nadadoras y se han perdido hombres justos, y hacen piraguismo los coprófagos, y juegan al escondido los infantes más perversos de la ciudad. No se puede escribir sobre un relieve tan maleable. No. Es mejor dejarlo correr hacia el océano, está vivo y es fuerte, es un asco de vida, y revienta entre los fuelles de las ceibas, entre las patas de las garzas, por el Llanito y hacia el Tuy se pierde.
La ciudad está hinchada de agua. Está hinchada como una rata expuesta y feliz que ya no se esconde en los albañales, está henchida, desconcertada la rata feliz, fuera y al sol, a la lluvia, al plomo que cae: las hojarascas mugrosas la transitan, y no es tan terrible todo, porque en el trópico cualquier tontería embellece, recordemos que todas la ciudades han crecido al margen de los ríos. No es necesario recordar al Tiber, al Nilo ni al Éufrates para decir Guaire. Cuando Alejandro bajó desde las mesetas persas a Babilonia, enfermó de mortalidad, tenía el hígado a punto de reventar y la mirada turbia, bajaba al valle infecto del Tigris e iba triste y conmovido, ganado por la atmósfera viciada de las ciénagas, el zumbido de las moscas: todo se pudre cerca de un río, y la inmortalidad se resiente, hay mosquitos y ratas gordas como cerdos grises
¿En esta ciudad hubo jardines colgantes? Bejucos emponzoñados, sí ¿Pero jardines? En Caracas las acacias florecen y dejan caer sus nazarenos en tiempos amables, de reconciliación, tiempos de cañas y espigas púrpuras: desde los cedros cuelgan parásitas espinosas. Caracas es una esponja. A las riberas del río haciendas hubo y siempre fueron devastadas; veraneantes hubo, los más osados salían de los recodos y se ahogaban al intentar cruzarlo, había cazadores que corrían sobre las piedras y desde esas rocas musgosas hacían colgar sus piernas y mojaban sus pies. Las señoritas se perdieron para siempre en el cieno. Río en espiral, vuelta, giro. Hay que desenrollar a la culebra, hacerla enderezar con baúles de concreto, hacer papilla y fluir una vez muerta la culebra que renace al recodo: culebra roedor, de dientes afilados que aprieta un brazo o una pierna, la sonrisa de un desprevenido, el deseo de un amante, en la tarde o a la mañana. La gente que ha tendido puentes y los cruza no escapa a su mirada, la mirada de la culebra es poderosa, y sus músculos se mueven como ondas desordenadas sobre un hilo sinuoso, la culebra cambia su piel, la cambia para no mudar, barro que se desplaza y es barro siempre. El río es torrencial, una filosofía de la suciedad. Es recorrido por nómadas que lo conocen y adulan, le queman el monte y sangran sobre él.
La costra del Güaire, hombres y mujeres, sombras que enmudecen desde todas sus orillas, sacrifican y no cantan: allí sienten que sanan. El río es un exfoliante, él arranca lo muerto y lo muerto que se pudre flota sobre espumas claras, las espumas del río, manchas de azul o gris sobre la mierda, la gente ha tendido puentes y vive debajo, no los cruza, se confunden, hacen hogueras y se sienten a comer pan duro y carne de roedores: en cierto modo, ancestrales, como Babilonia o Roma, como los indios que conquistaron Caracas, siempre deshabitada y hostil.
Una mujer hace su labor y no sabe que al otro lado de la calle, detrás de los aserraderos, hay un río que la reclama, un niño vuela una cometa sobre tuberías rotas y va desnudo como un perro mestizo, se abre paso entre las espigas, lo eleva y lo cruza con otros cometas que vuelan otros niños, muchos, sobre los cauces, las barcazas imposibles que sueñan, la piel que se muda y las células muertas, una morgue que corre entre zapatos y tablas, un naufragio acaudalado: la señorita que hace sus labores, los niños que vuelan sus cometas, los habitantes que duermen al fondo de las cloacas secas. Los sacerdotes que cagan desde los puentes de hierro, se reconocen y saben que el olor es fuerte, y bendicen sus pobres vidas, acometen a una brisa de trapos muy sucios, de carnes muy muertas, y respiran porque hay fuerza. La fuerza se ha volcado y es un torrente de edredones y cocinas: flotan buques de latón, pelucas encendidas, cabezas locas, una corriente baja y cruza la hacienda de Macarao, y hace sonar el azul de un bonito día, allí donde se han ahogado nadadoras y se han perdido hombres justos, y hacen piraguismo los coprófagos, y juegan al escondido los infantes más perversos de la ciudad. No se puede escribir sobre un relieve tan maleable. No. Es mejor dejarlo correr hacia el océano, está vivo y es fuerte, es un asco de vida, y revienta entre los fuelles de las ceibas, entre las patas de las garzas, por el Llanito y hacia el Tuy se pierde.