Se le acababa el tiempo y no se atrevía a repetir la clase, el esposo terminaría
por sospechar lo obvio. Si él pormenorizaba sus malos humores, la incomodidad
súbita en respuesta a lo de siempre, su vida en común, le caería el centavo en
la hendija. Si vuelvo a la clase me pongo en evidencia, concluyó. Pasó la última semana del seminario
consumida hasta la asfixia entre la infidelidad y el desvelo, no se le ocurría
nada. ¿Infidelidad? Esa etiqueta tonta. Llegó el día, la separación determinada
y el reinicio del nuevo semestre. Buscó
una sustituta, quiso creer que estaba haciendo una última travesura. Le dijo a una la amiga entusiasta de la poesía
y de las letras de las canciones: tienes que tomar la materia, serás mi vicaria,
te sentarás delante suyo, lo mirarás de esta y de esta otra manera. Sobre todo,
harás notar lo que tienes al frente. Las compararon y celebraron con poco
entusiasmo las similitudes. Y así ocurrió, pero las cosas siguieron el curso
normal, él tipito apenas se paseo por aquella cara e ignoró el lenguaje gestual.
Ni siquiera ensayó una ironía. Ella tuvo noticias de aquel desgano en el
claustro y lo tomó como desplante, sus rabietas fueron intensas, la dejaron preñada.