
Nadie podría precisar cuando la gata emprendió sus rondas por los tejados y las platabandas de las casas de El Ramal.
Muchos decían que era la gata de la bruja.
La luna cuando está llena cruza sobre una línea de árboles, ficus, apamates y espigas urticantes, cerca de los baldíos, al borde del valle; y, al menguar o crecer declina un poco, al Este o hacia el Oeste; por allí hacía sus recorridos zigzagueante Lulú.
Tenía una cola sinuosa, parda y blanca, el cuerpo tierno y maleable, un ojo verde y otro azul. Su mirada era un susto hermoso, una bella acechanza.
Los grafiteros de la cuadra entre los telones de la marihuana se contaban una leyenda: la mujer gato.
Por lo lados del pequeño centro comercial, cuando la panadería baja sus santamarias, una mujer joven y esbelta se escurre por el largo pasillo hacia la baranda norte, desde donde observa titilar las luces de la ciudad dilatada en el valle.
- Es una joven señora
- He visto el anillo de boda brillar en su anular
- ¿Y? Es una joven señora caliente y desposada
Lorenzo, el más viejo de los grafiteros, la abordó en el novilunio. Encubrió en las sombras sus ademanes colmados de una cadencia voluptuosa, nadie sabe exactamente lo ocurrido, pero al día siguiente Lorenzo se recluyó en un obstinado ensimismamiento y no volvió a rayar paredes ni a salir detrás de los ventanales que dan al pequeño jardín de su casa. Malvino y José lo intentaron e igual se recluyeron de distintas maneras. Laura, la única trazadora de arañas del grupo, paseo la lengua por sus labios y manifestó estar intrigada por la seductora figura, la abordó en cuarto creciente, luego comenzó a salir con extraños hombres, jinetes de poderosas motos negras.
Cuando la luna cruzaba por segunda vez sobre la estela de copas ensombrecidas del baldío, Lulú brincó de una de sus ramas a una platabanda y de la platabanda a la acera donde nos reuníamos a fumar un poco de yerba y a jugar truco, había perdido la arrogancia, su cuello era una broma inexistente en un cuerpo rechoncho y su cola apenas oscilaba
- Mírale la tripa
- Está llena
Los grafiteros le lanzaron un trozo de pizza y ella se abalanzó a lamer el jamón y los peperones.
Juan Alberto, vaya nombre, estaba decidido a resolver el enigma de la dama de las galerías. Subió las escaleras apenas escuchó al panadero tirar de las santamarias, cruzó iluminado por el destello plomizo del plenilunio el largo corredor, dejaba pasear su mano por la barra de hierro negro y hacía sonar su dedo anular con el pulgar, como si estuviera convocando a una musa o a Lulú, la gata rechoncha.
De cara a la ciudad y de espalda al visitante, una figura recortada y extraña, se inclinaba sobre baranda, era la joven dama: transfigurada, sus ojos embutidos en el rostro cargado de carnes, una sonrisa de rata y largos brazos de barquillas o embudos, gordos desde los hombros a los codos, se extendieron hacia la nada entre ella y Juan Alberto, vaya nombre, quien por segundos sintió sus piernas flojas, fuertes retortijones, escalofríos y el fluir de un sudor helado y viscoso. Ella, conservaba sus rasgos básicos; pero, recortada por una extraña metamorfosis, retraía a esos marineros de buques fantasmas, de cinturas gruesas y piernas cortas. Sus dedos sarmentosos llamaron en la sombra a nuestro desafiante amigo, algo resplandecía en su anular derecho; lo sometía al rigor de un deseo equivoco.
Las nubes corrieron cercanas a las copas de los árboles y se ciñeron a la noche, negras y cargadas comenzaron a iluminar con la embestidas de sus relámpagos a todas aquellas calles de la colina, cubrieron la silueta del centro comercial, al valle donde se extendía la ciudad y más allá de sus cúmulos y rizos ennegrecidos, quedó la luna llena, sola en la bóveda grisácea de su reinado estelar.
Con los ojos cargados de fuego, las lenguas pastosas, torpes y las manos manchadas de pinturas, luego del primer trueno nos espantamos a la carrera, antes de la caída diluvial de la noche.
Al día siguiente la cola parda, inánime y blanca de Lulú, asomaba desde una bolsa negra en un basural de esquina