Juan Carlos Méndez Guédez ( Para la revista semanal de La Opinión, Tenerife)
Cuando se inicia la década del noventa en la narrativa venezolana conviven al menos tres tendencias: la épica romántica y cansina de los sesenta; el recogimiento depresivo del relato breve de los tiempos posteriores y el populismo anecdótico de ciertos narradores de finales de los ochenta. Cierto es que unas cuantas obras fundamentales habían ido apareciendo a lo largo de esos años, títulos que trascendían los panoramas generales, y que lograban afincarse como propuestas sólidas y brillantes. Pienso en libros como Confidencias del Cartabón de Iliana Gómez Berbesi (1981); Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar (1974) y Percusión (1982) de José Balza; Los platos del diablo (1985) de Eduardo Liendo, pero el clima general evocaba el de una casa opresiva, asfixiante, como si la narrativa venezolana estuviese condenada a no superar los atisbos de proyección y reconocimiento que vivió en la década del sesenta con obras de gran envergadura como las propuestas por Salvador Garmendia y Adriano González León.
Y si quieres leer un fragmento de El velo, publicado en La Fabrica en Eñe, revista para leer
y buscar El Velo