
Si, recuerdo, se llamaba Tomás. Cuando nos mudamos se instaló en la escalera del bloque; se tendía a través; pesado e impertinente como una alcabala, silbaba o se comía las uñas, pedíamos permiso y él continuaba, ruye y ruye, luego escupía los pedacitos de uñas largando un ronquido de rata; no nos quedaba otra, brincar con una zancada para salvar el obstáculo y de inmediato él exclamaba con su cara renegrida por la arrogancia: mariquito. Lo dijo una vez, luego otra y pasé una noche sin dormir, sudaba y pensaba cosas, al día siguiente estaría allí, todos le tenían miedo a Tomás y él disfrutaba ese asunto. Era una rata y lo engordaba el miedo de los demás. Comerse las uñas, agarrar por el cuello a alguien con una llave doble Nelson hasta hacerlo proclamar la rendición, vanagloriarse, alardear mucho. Qué mierda, la vida no puede convertirse en eso, le dije a mi hermano, en un mariquito tras otro y luego en salvar con la cabeza gacha sus piernas tendidas como un tronco sobre la escalera. El tema se convierte en una pesadilla y te desvela.
Al margen de la vereda del bloque corría una quebrada embaulada en concreto, cuando llovía el agua y el barro bajaban con furia, arrastraban trastos de latón y madera, ramas de árboles caídos, me gustaba jugar con mi hermano, saltar charcos y empaparme, al recibir las ventoleras del torrencial me sentía libre como cualquiera en el mundo; sacudir los árboles pequeños o mirarle las teticas a Condesa, sus puntas como falanges rosas bajo la camisa calada por el aguacero me hacía respirar mucho y hondo, me curaba de las mudanzas y de los encierros y el asma se me iba por una semana. A veces pasábamos días en casa, sin salir, o íbamos de la casa a la escuela y de la escuela a la casa y en el apartamento jugábamos pelota de goma contra la pared, o contra un colchón para burlar las quejas de los vecinos. Así eran las cosas entonces, andar escondidos y movernos mucho por la ciudad.
Tomás seguía allí alardeando y yo con esas pesadillas, insomne. Comencé a enfermarme. Una Tarde todo fluyó como el barrizal de la quebrada, sólo tuve que plegar la pierna hasta el muslo y dejarla volver sobre la boca de Tomás, un reflejo, un acto elemental como un relámpago dio término a la pesadilla. Le saqué los dientes delanteros. Me encerré en casa satisfecho y con la boca amarga por la exaltación posterior. Pasaron dos días, sus padres nunca vinieron y yo no dije nada a los míos, eso significaría otra mudanza antes de terminar el año escolar.
A veces nos dejaban salir. Lo hicimos un sábado en la tarde; fuimos a la cancha de beisbol a calentar los brazos, Tomás estaba con la mano sobre la boca junto a la panda del bloque, eran muchos. Mi hermano y yo comenzamos a lanzarnos la pelota, cada vez lográbamos lanzamientos más largos, altos y perfectos; nos miraron e hicieron una dilatada rueda en torno a nuestro juego, lo sabía, siempre lo supe, había pasado en las otras partes; Tomás se desdibujó, nos animaron para armar un equipo y jugar un partido, así ha sido todo el tiempo.
Antes de mudarnos de nuevo, jugamos un par de veces más con la panda del bloque y ganamos.
Al margen de la vereda del bloque corría una quebrada embaulada en concreto, cuando llovía el agua y el barro bajaban con furia, arrastraban trastos de latón y madera, ramas de árboles caídos, me gustaba jugar con mi hermano, saltar charcos y empaparme, al recibir las ventoleras del torrencial me sentía libre como cualquiera en el mundo; sacudir los árboles pequeños o mirarle las teticas a Condesa, sus puntas como falanges rosas bajo la camisa calada por el aguacero me hacía respirar mucho y hondo, me curaba de las mudanzas y de los encierros y el asma se me iba por una semana. A veces pasábamos días en casa, sin salir, o íbamos de la casa a la escuela y de la escuela a la casa y en el apartamento jugábamos pelota de goma contra la pared, o contra un colchón para burlar las quejas de los vecinos. Así eran las cosas entonces, andar escondidos y movernos mucho por la ciudad.
Tomás seguía allí alardeando y yo con esas pesadillas, insomne. Comencé a enfermarme. Una Tarde todo fluyó como el barrizal de la quebrada, sólo tuve que plegar la pierna hasta el muslo y dejarla volver sobre la boca de Tomás, un reflejo, un acto elemental como un relámpago dio término a la pesadilla. Le saqué los dientes delanteros. Me encerré en casa satisfecho y con la boca amarga por la exaltación posterior. Pasaron dos días, sus padres nunca vinieron y yo no dije nada a los míos, eso significaría otra mudanza antes de terminar el año escolar.
A veces nos dejaban salir. Lo hicimos un sábado en la tarde; fuimos a la cancha de beisbol a calentar los brazos, Tomás estaba con la mano sobre la boca junto a la panda del bloque, eran muchos. Mi hermano y yo comenzamos a lanzarnos la pelota, cada vez lográbamos lanzamientos más largos, altos y perfectos; nos miraron e hicieron una dilatada rueda en torno a nuestro juego, lo sabía, siempre lo supe, había pasado en las otras partes; Tomás se desdibujó, nos animaron para armar un equipo y jugar un partido, así ha sido todo el tiempo.
Antes de mudarnos de nuevo, jugamos un par de veces más con la panda del bloque y ganamos.