® Israel Centeno
Editorial Planeta, Caracas, 1996
AMELIA
Nunca hubiera pensado en ser víctima de sus propios sueños. Su infancia se desarrolló sin sorpresas, tejida con aparente frivolidad desde los traspatios de la Caracas de los años cuarenta. Más adelante no participó en las tertulias estudiantiles donde se pretendía organizar la caída de la dictadura que le usurpó el poder a Rómulo Gallegos, porque sus padres no simpatizaban con quienes años antes habían derrocado al presidente Medina Angarita en nombre del sufragio universal, el voto femenino y la democracia representativa. “Quienes votan con papeletas de colores no eligen a nadie, es una farsa, primero habría que alfabetizar a la gente, enseñarles a tener cierto criterio.” Así pensaba el padre de Amelia y ella suscribía aquel pensamiento como un acto de fe, por eso despreciaba a quienes hablaban de las turbas asaltando el poder. No toleró nunca la idea de verse gobernada por el pueblo. Sobre todo por el pueblo de una ciudad que despreciaba.
Conformó su cultura fuera de los patrones de la época. Despreciaba al cinematógrafo, los melodramas mexicanos, la sensualidad de los cabarets y los carnavales en el Hotel Avila. Ella frecuentaba el Teatro Nacional en temporada de ópera, se acostumbró a pensar que pertenecía a una élite intelectual conservadora que lamentaba la ausencia de valores reales. Recordaba con nostalgia lo que le contara su madre sobre la interpretación de Beethoven que hiciera Teresa Carreño. Ninguna mujer aparte de ella era capaz de interpretarlo con tanta fuerza, según la crítica europea. Pero acá el pueblo, deseoso de poder, le lanzó huevos porque era divorciada, le dio la espalda a aquellas piezas que interpretara con sorprendente virilidad, con arrolladora firmeza, atropellando los vientres de quienes la escuchaban, haciéndolos sentir solamente útiles para ser llenados de niños, para sufrir los dolores menstruales, pero no para sacar la fuerza interpretativa con la cual se dominan las teclas del piano. Aquella historia la conmovía hasta sentir rabia por las mujeres que pretendieron elegir al gobernante por medio del voto directo y secreto y no supieron apreciar la verdadera feminidad emancipada de Teresa Carreño.
Cuando murió su padre, luego del plebiscito del cincuenta y siete, Amelia optó por alejarse de aquella tierra que sólo le procuraba hastío. Su vida carecía de incentivos que la realizaran más allá de las temporadas de ópera. Dejaba una ciudad que aun tenía mucho de pueblo. Mientras se dirigía al puerto, recordó la historia de José Gregorio Hernández, un médico que practicaba una religiosidad radical hasta el punto de querer internarse en un monasterio de cartujos en Italia, y de quien, según las consejas, se burló el doctor Razzetti llenándole el cuarto de prostitutas cuando el místico regresó a París frustrado de sus experiencias monásticas. Luego de morir atropellado por un auto en San José del Avila, su fantasma comenzó a aparecer y a practicar curaciones milagrosas. Curaba a los desahuciados, y daba esperanza a quienes mendigaban salud en los hospitales. Aparecía en los lechos de los enfermos luego de la extremaunción, frente a la mirada asombrada de los doctores que ya todo lo habían intentado. Aun así la tisis avanzaba, y morir de tisis en aquella ciudad no era en ningún modo romántico, pensó Amelia. Hasta el Libertador se olvidó de Caracas en el momento de su muerte y deseó arremeter contra el Caribe y traspasar el océano para entregarse en un cuarto parisino, cercano al Sena, a escuchar las campanadas de Notre Dame.
Amelia iba por una carretera recién asfaltada que bordeaba haciendas y merenderos. Sumida en aquellos pensamientos, llegó a La Guaira, donde tomaría el barco rumbo a Europa, jurando no volver. Desde la cubierta miraba la dársena del puerto, aquella tierra pretenciosa, de prejuicios contenidos en los zaguanes, de envidias comentadas a la hora del tejido, de la lluvia, del verano, de si hubo fraude en el plebiscito, de los ritmos tropicales en las boites de los hoteles que intentaban en vano reproducir la atmósfera de los cabarets de México y La Habana. No quería volver y creyó, con un atisbo de entusiasmo, que aquel mismo pensamiento había pasado por la cabeza de Teresa Carreño mientras veía el tremendo cerro balancearse como un despido, y el barco se alejaba de la costa, donde desde su nacimiento todo había sido confusión y mestizaje.
Cuando Amelia llegó a Europa dejó acrecentar la sensación de que todo aquel cielo de Barcelona era el más intenso, el más azul, era el más aromático de todos los cielos. Sólo estuvo una noche en un hostal cerca de la Plaza de Cataluña, paseó por las ramblas y únicamente percibía agitación en los marinos y en algunos borrachos. Aquella ciudad no tenía nada que ver con la que recordaban los viejos republicanos de La Candelaria, donde el sentimiento de la nacionalidad impuso al catalán como idioma en una época turbulenta. Franco había unido a España, la cerraba a Europa con un ropaje de luto y la acercaba a la América que tanto despreciaba Amelia. Europa definitivamente estaba detrás de Los Pirineos. Iría tras ella, urgida por la necesidad de entregarse a un mundo que siempre anheló y que hasta ahora le había sido ajeno.
Una vez en París, se paseó por los boulevares y disfrutó de las pinturas de los bohemios, de los hombres que ejecutaban un instrumento a las puertas del Metro, y no tardó en unirse a hordas de seres sumidos en una profunda preocupación por la existencia. Bebía cognac en el barrio Latino hasta que era arrastrada por los estudiantes de La Sorbona que pintaban en las paredes consignas irreverentes. Sus puntos de vista cambiaron, en Caracas era una conservadora que defendía los valores fundamentales de occidente, y en París se revelaba entusiasta y revolucionaria, creía en las utopías y se permitía ubicarse en el lado izquierdo de la historia. No sentía contradicción en ello, sólo se podía ser revolucionario sin contradicciones en Europa y por eso no vaciló en apoyar a Cuba al mismo tiempo que Sartre lo hacía.
A propósito de Sartre, antes de su primera experiencia sexual, una noche, de paseo por los bares, se encontró frente a frente con aquel filósofo que conmocionaba al mundo. Era feo, su ojo torcido causaba náuseas, sin embargo Amelia se sintió atraída por aquel personaje malformado. El poder y la gloria siempre serán seductores. Ella se acercó a su mesa, donde hablaba ebrio y entusiasta, le extendió un libro para que se lo firmara. El le pidió que desnudara su pecho. Aquello la confundió, la dejó en ridículo, sin armas. ¿Qué debía hacer? Le dio la espalda y salió a la calle, corrió hasta llegar bajo un farol, se abrazó a él y para su sorpresa, sintió que una mano se posaba en su hombro. Era Sartre que la invitaba a tomar un café y a que le hablara un poco sobre América. Los intelectuales europeos siempre han sentido una atracción antropológica y etnocentrista por el tercer mundo.
Aprendió a hacer el amor como las francesas. Exageraba los gemidos, abismándose a la muerte. Mintió a los hombres con quienes pretendió prostituirse, sabía fingir placer para la satisfacción del ego de viejos poetas que a cambio enaltecían su espíritu. Su apetito creció hasta abandonarla en el abismo al cual se suelen asomar quienes abusan de la vida. Y después de mucho invierno, llegó el invierno que la deprimió. Las copas se quedaron vacías, comenzó a abusar de los narcóticos. Su madre había muerto, estaba en la ruina. En aquella etapa, sintió una extraña nostalgia, abandonó los textos existencialistas y leyó a Teresa de La Parra. Se sintió pequeña, envidiaba aquel talento y mientras más deambulaba por las calles de París en aquel invierno, más incapaz se sentía de lograr alguna trascendencia. Trascendía por segundos en los brazos de un pintor, en la casa de alguien que había estado en Argelia y cuando se quedaba a solas en su apartamento, no lograba escribir ni una carta. No trazaba en el lienzo ni una línea que valiera la pena, pateaba las teclas del piano y le angustiaba que su tiempo en París estuviese por terminar. No tenía dinero para ir a Grecia, y no estaba dispuesta a asumir la vida de los bohemios. Sin fondos, con los amigos dispersos, se dio cuenta de que el regreso era inminente. Ante la imposibilidad de evitarlo, hizo un nuevo juramento: no volvería para vivir en Caracas. Por aquellos tiempos leyó Doña Bárbara por primera vez. Siempre había detestado al autor, pero un amigo mexicano le insistió en que lo leyera. Al principio creyó que se enfrentaría con un escritor que buscaba hacer una especie de Rojo y Negro con criollismos, pero sorprendida, fue más allá de la ciudad y participó de una épica, un mundo telúrico, “Una Venezuela tosca y primitiva contra una Venezuela que nacía” como lo leyera en el prólogo. El bien y el mal, una Venezuela tosca y primitiva contra una Venezuela que nacía ¡Qué pintoresco y cursi resultaba el tema en una primera lectura! Pero Amelia logró encontrar un punto que la identificaba con la historia. En ella se dio el efecto contrario que esperaba el autor en sus lectores: rechazó a la Venezuela que nacía, llegó a odiar a Santos Luzardo, el hombre de las luces, el hombre de las ciudades que lanzaban huevos a sus concertistas, el hombre de la alfabetización y los libros bajo el brazo. Nunca toleraría las propuestas subyacentes de Gallegos. Regresaría para ir al centro de la tormenta, a las borrascas entre la noche y el día.
Israel Centeno