A mi hija Mariana, en la puerta
Cuando cayó la noche en pleno día de Barcelona, en el momento en el que Federico Mayol, empapado y con el estupor de quienes comprenden que han sido despojados de su lugar en el mundo, y al borde de un abismo o de la desesperación, le plantaba el rostro a la catástrofe instalada en él desde que su mujer le dijera, mientras pelaba guisantes y sin inmutarse, márchate, Federico. Déjame sola, quiero saber quién soy, lo necesito; yo aún no me había levantado de mi cama luego de un sueño intranquilo convertido en un escritor agobiado por la esterilidad y la inminencia de este evento literario que me compromete. Cuánto significado puede haber en ello, cuánta posibilidad de fracaso, de defraudarme defraudando a las personas que creen asistir a una cita y por eso caigo en cuenta de nuevo, de que debo organizar sin demora (se acabaron los plazos), unos apuntes que habré de convertir en la conferencia prometida sobre los desplazamientos, el viaje y los exilios.
Una cucaracha, un escarabajo o un hombre confundido por sus inseguridades, con la certeza de que ha de ser aplastado por la mirada de cuantos insistirán en encontrar un sentido coherente entre el título que los convoca a una conferencia y la conferencia que terminan escuchando. Luego de un sueño intranquilo la cucaracha o el escritor extiende la mano en busca de una taza de café, café que ha desaparecido de las estanterías del país que antes de ser reblandecido por el petróleo mantuvo al bochinche, a sus caudillos y a sus montoneras sólo con el modesto cultivo de los cafetales; él o yo, ambos, continuamos conmovidos y presagiosos, con las notas colgadas en la memoria, y sólo podemos beber té; té en una mañana del trópico. Un buen nombre para una conferencia y entonces, sin complejos, tomar las palabras y hacerlas decir lo que deben, o sea que para una cucaracha, un escritor o un hombre del Caribe, tomar agua caliente y té al levantarse es causa sobrecogimiento; al menos le indica que debe andar con cuidado, que algo malo en el mundo está pasando; cae el manto de la superstición sobre la primera mirada de la mañana y las notas que ha guindado en la memoria: el gafe, la pava, la mala suerte que ronda; es el momento en que te das cuenta de que estás empapado por la lluvia con tus paisajes sobre las aceras de la ciudad, que la noche cae en pleno día y que no existes. Ha comenzado el viaje, el hundimiento imperceptible. Mi viaje o el viaje de Federico Mayol. Hemos leído una idea en muchos autores que ahora parece persistir, una idea que se niega a entender mi mujer: todos los hombres somos un solo hombre; por ejemplo, Borges cuenta que cuando muere un hombre mueren todos los hombres, y John Dohne habla del redoble de las campanas. Mi mujer reitera, es insistente, que cuando muere un hombre sólo muere un hombre, quizás algunos otros, pero no todos los hombres. Sin embargo, es mi deber en esta reflexión, pensar que las campanas también redoblan por mi. Una idea preborgesiana, una idea renacentista quizá, isabelina tal vez; nadie es una isla en si mismo, se repite la frase, se hace un tópico, pero yo la compro; asumo que aquella mañana posterior a la tarde cuando le cayó la noche en Barcelona a Mayol, en la que me faltó el café o se vino abajo mi paisaje, yo era uno con el viejo catalán e iniciaba un viaje incierto hacia las profundidades de la Atlántida.
Un problema que se nos suele presentar y que a muchos les consume la vida, es el de la coherencia. Imagino que debo ser coherente con el llamado que he hecho a la hora de escribir estas líneas. Un viaje vertical hacia el exilio. En verdad es un asunto que no da para equívocos, pero que sin embargo es impreciso y puede tener sus matices; desde el momento en que ordeno sobre el papel la palabra exilio asumo que ésta pudiera llevarme por sus caminos: todos los caminos del exilio tienen espejos empotrados en el paisaje. En su momento la idea se me antojaba genial. Desentrañar los registros del desplazamiento que le son propios a unos libros de dos novelistas españoles y que llegaron a mis manos en momentos en que me sentí invitado, en algunas ocasiones, y en otras, obligado a desplazarme, a diluirme o a desaparecer. Cómo no sentirme Federico Mayol. Cómo no resentir sus propios resentimientos.
Muchos son los caminos que conducen a Roma, otros tantos al exilio. Un día vas al consultorio médico a hacerte un examen de rutina y recibes la noticia de que ya no estás sano y que te has comenzado a morir, que aquella fatiga no era el exceso de peso o la mala alimentación, el hábito de fumarte una o dos cajas de cigarrillos al día. No importa lo que hagas, ya no estás ni volverás a estar sano. No importa lo que hagas, no volverás a tu condición anterior. Has sido excluido y comienzas a sentirte sin el café de la mañana en un país donde debería llover café; y aunque vuelvas a tomar café cada mañana, o funcione algún tipo de terapia ya te has apartado de los otros, te has desplazado y eres distinto.
Y si un día apareces en una lista, si alguien te ha nombrado y comprendes que en cualquier momento pueden notificarte que has perdido el trabajo, que estás fuera del sistema de salud, que te pueden venir a buscar “…que tal vez tu nombre ya figura en una lista mecanografiada de muertos y de presos futuros, de sospechosos, de traidores. …” entonces sientes un gran agobio y te rebasa la historia y sabes que has comenzado un viaje vertical hacia alguna parte donde te subsumirás aún cuando nunca toquen a tu puerta y sólo te dejen esperando la consumación del destino de aquellos que ya no son iguales, de aquellos que no pertenecen a un pueblo o a una nación, a una ideología o una raza o a la estirpe humana. Ya no eres y tienes que colgar en tu solapa un signo que te diferencie y te desaparezca. Igual que al pobre Federico Mayol, la persona con la que has vivido gran parte de tu existencia te dice, ya no te quiero en la vida y recurres, igual que Federico Mayol, a unos versos de Virgilio Piñeira que murmuras en oración:
“en otro tiempo yo vivía adánicamente ¿Quién trajo la metamorfosis?.”
Y también llega el momento en el que algo te retrae y te repliegas, te desplazas hacia adentro y decides dejarte ganar por la paranoia, la apatía o los nervios, tus amigos no se explican porqué sin motivo aparente, en el momento de la gloria, o en la apoteosis de tu vida te pones a recordar cuando eras pobre y feliz en París, una ciudad que no se acaba nunca.
Cuenta Vila Matas, o el escritor que pretende ser en sus años de aprendizaje, o el escritor que redacta una conferencia que habrá de dictar durante tres días en París, que Margueritte Duras, en su vejez, recibió la visita de alguien, y que “ella había dicho que no le conocía, que no se acordaba de él, que había vuelto al estado salvaje de la infancia y que ya no se acordaba de nadie, sólo recordaba a Saigón”. En alguna parte, no sé dónde, he leído que todo el mundo procura regresar al lugar donde alguna vez fue feliz. Y también he escuchado que no hay retornos posibles.
Desde el momento en el que somos expulsados desde el vientre materno para integrarnos al mundo, el exilio cobra la textura de la ironía. Igual sucedió cuando el hombre fue expulsado del paraíso. No hay vueltas hacia el vientre materno e imagino que no debe existir un camino de regreso al Edén. El hombre, conciente de su mortalidad, comprende que debe aprender a desplazarse, a entrar y a salir, a incluirse o excluirse, a ser incluido o a ser excluido de todos los espacios que pise.
En un momento se me ocurrió que sería meritorio intervenir la novela Sefarad de Antonio Muñoz Molina, a París no se acaba nunca y El viaje vertical de Enrique Vila Matas y comenzar a establecer analogías, correlatos y referencias comunes; vertebrar un discurso coherente y abocar mis disquisiciones, a pesar de los presagios que germinan desde la carestía del café en Caracas, en torno al tema del viaje y del exilio, de las desapariciones y desplazamientos. Apenas hube metabolizado la empresa casi me dejo ganar por la desesperación con la que, en su momento, se invistió el joven catalán que fue a hacer su aprendizaje de escritor a París; todo se oscureció; las primeras tareas de arqueo investigativo, como suele llamarlas la academia, me llevaron a conclusiones, que como todas conclusiones, se mostraban obvias; el joven aprendiz de escritor que se va a París a vivir la bohemia y a imponerse la intensidad del rigor para producir su primer libro, una tarde o una mañana, se encuentra con una de las tantas verdades con las que se suele encontrar un aprendiz de algo, incluso un aprendiz de escritor que se lee un fragmento de la Molloy de Beckett en uno de los puestos de ventas de libros del Sena: “no inventamos nada, creemos inventar, cuando en realidad nos limitamos a balbucear la lección, los restos de unos deberes escolares aprendidos y olvidados, la vida sin lágrimas, tal como la lloramos. Y a la mierda.”
“Todo está inventado”, me dije. y así se dijo y de tal manera, el joven aprendiz.
Ahora no soy tan joven y en nada o en poco me le parezco a aquel aprendiz de la novela de Vila Matas, si bien soy fiel al principio de que todos los hombres son uno; y por lo tanto, también soy yo el aprendiz, aunque no joven, como hace treinta años cuando hice un viaje a Londres, tan banal y trágico como el que se lee en París no se acaba nunca, en el que no encontré a Beckett pero sí a Pierre Menard en una biblioteca pública de Brixton. Las conclusiones fueron las mismas de aquel neófito, pero como la memoria es una imagen del ultimo recuerdo de lo acontecido en algún momento de la vida, he perdido algunas cosas porque he perdido algunas imágenes y por eso creí en la pertinencia del tema y del propósito del trabajo que me impuse al escribir estos párrafos. Pero si ya todo se ha dicho sobre la metaliteratura, sobre el autor que se convierte en personaje o sobre la vida de ficción que viven los autores, sobre su intromisión en las mentiras que elaboran, sobre el cuentero que se vuelve parte del cuento. ¿Qué puedo agregar yo sino otro cuento de lo que se ha contado? La vida es cuento y los cuentos cuentos son. No se iría un palmo de tierra más allá en el conocimiento de las obras de Muñoz Molina o Vila Matas si reiteramos junto a las separatas adocenadas, que la virtud de estas obras descansa en la imposibilidad que tiene el lector en determinar cuándo lo autores cuentan sus realidades y sus vidas o cuándo cuentan las vidas y las realidades que se inventan, cuándo se entrecruzan, cuándo son fieles a una biografía de mérito, si es que esta existe o cuándo se atienen a la verdad histórica. Vaya palabra. Perdamos el respeto y atrevámonos a decir, vaya palabreja.
No se puede andar muy serio por allí, cejijunto y grave, tomando pastillas para prevenir el infarto, tratemos de reírnos un poco, porque no hay café o se nos cae el país a pedazos y es improbable que llegue a un destino porque los puentes se han roto. Y solo es posible que llegue a algún lugar si me río de lo serio que voy siendo en la medida en que me enredo al escribir sobre lo que pretendo escribir sin dejar de ser coherente. ¿Y la coherencia existe? Sí, yo quiero una taza de café y vías que me comuniquen con el mundo así el mundo sea una mierda.
El desplazamiento y el exilio llevan en sí la ironía. Es allí, en la ironía del exilio, donde quisiera tratar de enfocar mi pensamiento mientras escribo las próximas líneas.
Tu esposo ha sido detenido, se lo han llevado sus camaradas. Sabes que debes esperar en el hotel donde el partido aloja a los militantes de la Internacional. Sabes cuándo exactamente ustedes dos comenzaron a ser diferentes, en el instante en que optaron disentir de la línea del partido, fue en ese momento cuando comenzaron a dejar de pertenecer, aunque no era perceptible para los otros, te supiste junto a tu marido embarcada en vagones similares, ajena al universo que habías compartido con todos los parias de la tierra, quedaste fuera de las barricadas donde entonaste alguna vez la Internacional. Allí estaba la reprobación o el señalamiento de la impostura, bastó con que ustedes hicieran una pequeña acotación en Moscú, que señalaran que Adolf Hitler era el enemigo a derrotar y no la socialdemocracia¸ entonces se escuchó el consejo de Josef Stalin, un consejo socarrón y cínico tal como el que se permite un padre autoritario con sus hijos: “¿No cree usted que si los nacionalsocialistas se hacen con el poder en Alemania estarán tan ocupados con el mundo occidental que aquí nosotros podremos edificar tranquilamente el socialismo?”. La sentencia estaba dictada, el cumplimiento era una cuestión de tiempo. Al menos Heinz Neumann, fue declarado enemigo del pueblo, y recibió un tiro, probablemente en la nuca, de parte de sus camaradas. Pero tú eras sólo la esposa del enemigo del pueblo, te hicieron esperar; te deportaron primero a Siberia y luego, los compañeritos, haciendo honor al tratado Molotov-Ribbentrop te entregaron a tus enemigos y fuiste a dar con tus huesos a Ravensbrück, (evidentemente los nazis no eran el enemigo principal) donde conociste a la periodista Milena Jesenskà, la amante del escritor individualista burgués, Franz Kafka. Más tarde escribirías las memorias de Milena. Tú serás la memoria de Milena, la memoria de todos los condenados de los goulags y de los campos de concentración. Margarette Büber Neumann sobrevivió, y pasó el resto de su vida tratando de convencer de sus historias y de sus horrores a muchos intelectuales que desviaban la mirada hacia un punto muerto en el paisaje.
El horror también tiene su aplomado irónico.
De nuevo estoy discurriendo sobre lo que se ha dicho de manera morbosa al mostrarme reiterativo, el morbo tiene lo suyo y no voy a serle inconsecuente: reitero que desde los tiempos de Milán Kundera nos encontramos con autores que se desdoblan y cobran la levedad necesaria, la condición ectoplasmática que los convierte en sombras fantasmales y poseen con sus obsesiones y desvaríos la conciencia de los personajes de las obras que escriben. Así hace Antonio Muñoz Molina. Así hace Enrique Vila Matas. Así hizo Roberto Bolaño. Así hace Javier Marías. Así hizo el venezolano Enrique Bernardo Núñez. Es una constante de la narrativa moderna, desde El Quijote a esta parte. Cervantes se sale de sí, cobra levedad; focaliza la conciencia narrativa en un autor anónimo o en El cide Hameti Benengueli, los habita definiendo los planos de la ficción. Entra y sale de su novela. A muchos nos gustaría escribir novelas modernas como las que escribió Don Miguel de Cervantes Saavedra.
Y por ello París no se acaba nunca y se explica en aquel escenario donde el aprendiz conjuga la euforia con su intensidad autoimpuesta, el desasosiego y la desesperación, y yo exclamo junto a él “si de verdad fuera escritor, sería absolutamente moderno.” Tal cómo exclamé alguna vez, hace treinta años, en Marylebone en Londres, sin tener conciencia cierta de lo que decía, lo solté en Trafalgar Square frente al Almirante Nelson -así como treinta años más tarde, para sacarme de un estupor creativo, me sugiriera hacerlo Roberto Echeto-, o como lo grité en las calles de Whitechapel tras las huellas de Jack The Ripper, lo dije frente al lobo del zoológico de Regent Park, sin importarme que antes de mi lo hubiese dicho Bram Stoker, recibiendo la primera luz invernal de mi vida, de aquella vida que ya no vivo; apropiándome del frívolo sentido de trascendencia de la juventud que no me es: Así lo dijo el joven aprendiz de París no se Acaba nunca, y no dejo de sentir ternura, y concluyo que todo ha sido un invento, porque los recuerdos no existen o son simples imágenes de un autor catalán que ha escrito un libro donde larga al exilio por dos años a su personaje, probablemente al joven Vila Matas, para que nos recuerde que deseamos ser absolutamente modernos o que la ironía también puede hacernos tiernos cuando ya somos unos hombres ganados por la madurez o el descreimiento.
Creo haber malinterpretado una lectura, donde leí que después de Auschwitz no se podía hacer poesía. Vila Matas ha dicho por ahí que sin la ironía dejaba de existir la palabra. En párrafos anteriores me empeñé en afirmar que El exilio y los desplazamientos llevaban consigo a la ironía, así las historias de Auschwitz, o de hombres como Willie Münzenberg, un publicista del Kremlin que de haber nacido en los Estados Unidos, según cuenta Muñoz Molina, le hubiera disputado los espacios a Henry Ford. Un hombre de la clase obrera alemana que con agallas; con mucha ambición y espíritu emprendedor le armó a Stalin el tinglado de sus festivales internacionales por la paz y la justicia de los pueblos, un hombre de rotativas, un excelente relacionista público de la revolución bolchevique. “Münzenberg comprendió antes que nadie que la revolución mundial no llegaría enseguida, si es que llegaba alguna vez y que el comunismo sólo podría difundirse en Occidente de una manera oblicua y gradual, no con la propaganda chillona, ruda y monótona que complacía a los soviéticos, sino a través de causas en apariencia desinteresadas y apolíticas, gracias a la complicidad, en gran parte involuntaria, de algunos intelectuales de mucho prestigio, celebridades independientes y de buena voluntad que firmaran manifiestos a favor de la Paz, de la cultura, de la concordia de los pueblos… inventó el halago político a los intelectuales acomodados, la manipulación adecuada de su egolatría, de su poco interés por el mundo real… atraer a la causa de la Unión Soviética a un premio Nóbel de literatura o a una actriz de Hollywood, era un golpe maestro de publicidad”. Willie Münzenberg construyó el club de los intelectuales tontos. Pero un buen día Willie Münzenberg luego de un sueño intranquilo despertó fuera, un pequeño desplazamiento, unas pocas miradas esquivas, todo imperceptible; vino la primera llamada de Moscú, los primeros saludos no contestados, los gestos elusivos de los amigos, finalmente la expulsión del partido; se le abre un proceso, es acusado de traidor, nadie lo defiende, nadie se da por enterado”; Willie Münzenberg era un hombre de coraje, no se rindió, trató de darle vuelta a la adversidad. En 1940 los tanques alemanes avanzaban sobre Francia y él huía de París junto a tres compañeros. Su cuerpo fue encontrado colgando de una rama en un bosque. Sus camaradas, los que le habían prometido una ruta de escape, cumplían un mandato secreto de Stalin, ambos lo sometieron, lo amarraron y le dieron muerte. Nadie se dio por enterado, ni un solo simpatizante de las causas antifascistas, promotores de las libertades y la justicia de los pueblos.
El desplazamiento y el exilio forman parte de la conciencia del hombre. Sentencié, como si fuera un doctor de una iglesia o de una academia, que no hay manera de volver de nuevo al vientre materno o un camino de regreso al Edén. Nos integramos a la vida porque hemos sido expulsados de la felicidad. Al menos esa sensación tenemos cuando plegamos nuestras piernas contra el pecho, nos abrazamos a ellas, buscando en la posición algo de sosiego, no importa qué tan viejos estemos, a veces nos ovillamos, o nos mecemos para no gritar. Somos concientes de que debemos aprender a desplazarnos por la infancia de la que seremos expulsados, por la adolescencia de la que seremos excluidos, por la madurez que tocará su final y por la vejez en la que nos cerraremos sobre nosotros mismos, y que finalmente abandonaremos la vida, dejaremos de ser y que a pesar de haber cumplido todo el itinerario, no se cumplirá en nosotros el ciclo del agua o del carbono. A pesar de lo mucho que se ha discutido, y de lo que se rebate o se pretende sustentar, nadie sabe dónde migrará cuando muera. O sí, hay una certeza: los muertos se desplazan a la memoria. Reconozco que es una visión burda y desesperanzadora aceptar que los amigos un día dejan de serlo o que la universidad termina, que los parientes se alejan y que los amores son volubles; que si alguien te dice que te amará para siempre estará anticipándose al siempre y habrá comenzado a dejar de amarte. Creo haber leído que la eternidad solo es posible en el segundo y que la vida corre como los fotoramas de una película; quizá por eso nos refugiamos en las imágenes del recuerdo que hará eterna aquella promesa de amor ausente, el cálido beso que dimos o recibimos, o un atardecer glorioso y vívido en Hamtead Hill cuando la juventud nos colmaba con su fatua perennidad.
Lo que acaece o deja de acaecer, los eventos afortunados o desafortunados sólo se reivindican a través del ejercicio pertinaz y conciente de la memoria. La memoria es mucho más importante que la vida; aun así, también somos exiliados de los recuerdos. La gente a veces es confundida, es obligada a olvidar. Quizá por ello unos de los personajes de Sefarad, uno de los tantos que pueblan la novela, el teniente de la División Azul que rememora el sitio de Leningrado dice lo siguiente: “ me parece que los veo a todos uno por uno, que se me quedan mirando como aquel judío de las gafas de pinza y me hablan, me dicen que si yo estoy vivo tengo la obligación de hablar por ellos, tengo que contar lo que les hicieron, no puedo quedarme sin hacer nada y dejar que se olviden, y que se pierda lo poco que va quedando de ellos. No quedará nada cuando se haya extinguido mi generación, nadie que se acuerde, a no ser que alguno de vosotros repitáis lo que os hemos contado.”
La vida nos ocupa como aquel ente impreciso y acuoso que tomó la casa del cuento de Julio Cortázar; vamos abandonando lugares y cerrando habitaciones a las que no volveremos nunca, sellando y partiendo hasta quedarnos fuera, con las llaves en las manos y una última decisión, lanzar el manojo al fondo de una alcantarilla para que nadie lo halle y cometa la insensatez de tratar de retomar lo perdido. No se vuelve a la inocencia original donde todo fue nuestro, donde todo fue eterno. Sólo se retorna en el recuerdo.
Desplazados nos desplazaremos siempre. Siento necesidad de tomar mi café, me escucho pesimista cuando no encuentro café en las estanterías de los abastos, es una costumbre burguesa que practican absolutamente todos los venezolanos; tomar café, colar el guarapo al levantarse, compartir una taza en la panadería mientras se habla paja aun cuando te hayan convertido en un fantasma o no existas. Es probable que esté escribiendo impertinencias, no cambiaré lo escrito porque las expresiones son fatalidades; pero advierto que mi estado de ánimo es correoso al momento en que trabajo en estas páginas, porque el aeropuerto por donde he de salir para compartir mis divagaciones sobre el exilio con ustedes me queda más lejos que Londres, que París y que la China. Y los puentes se derrumban. Y las desgracias no escampan. Un fantasma recorre mi país, el fantasma de los caudillos y las montoneras del siglo XIX. Y yo estoy en una lista. Mi nombre ha sido escrito, tipeado, delatado y expuesto a la consideración del pueblo.
En este momento debería preguntarme si no debo asumir mi circunstancia como algo natural, con resignación, pues de eso he estado escribiendo y se corresponde con las tesis que he sostenido desde hace un buen rato. Perdón, me tengo que dar el cambio, responderme a mí y responderles a ustedes. No hay fractura en mi discurso, sólo debo establecer un relato diferencial entre los distintos tipos de desplazamientos. ¿Es que acaso se catalogan los desplazamientos? La gente se desplaza y se mueve por el mundo, los afectos y desafectos, como los personajes dentro de una novela o un cuento. Nadie retorna al vientre materno ni regresa al Edén. Si un día dejas de ser saludable nunca más volverás a dejar de estar enfermo aun cuando recobres la salud. Haberse ido es haber dejado de estar, es salir, y si sales no vuelves, porque toda salida cambia a quien sale, como todo viaje transforma al viajante.
Paris no se acaba nunca un joven que sabe muy poco de la vida, que no sabe nada, un joven gris como lo llama su madre, se desplaza a una ciudad que ha mitificado, va tras las huellas de Ernest Hemingway confiado de que sólo eso le bastará para convertirse en un gran escritor; el joven se reconoce aprendiz y se pone en un principio bajo la tutela de una fauna diversa del Café de Flore y de Margaritte Duras, ella será su casera, ella le pone un sucinto decálogo sobre el arte de novelar en una hoja de papel, vivirá en la casa de ella sin pagar la renta. Mayol, el héroe de El Viaje Vertical, tiene un sueño recurrente: sueña que ha vivido por mucho tiempo en un hotel donde no paga la renta. El joven aprendiz que hace su vida bohemia entre el Café de Flore y la casa de la Durás, es reivindicado por la memoria de su autor que prepara un ensayo sobre la ironía, y llegará a nosotros, con sus aspavientos y pretensiones; alborotará la memoria de toda una ciudad que no se termina de acabar; los diferentes planos ficcionales que encontramos en la lectura, son los entramados diversos de la memoria de alguien que escribe un ensayo sobre la ironía o se integra al café Flore del cual será expulsado dos años más tarde por las circunstancias y por sí mismo. Ambos, el ensayista y el joven aprendiz se instalan, a través del libro, del ensayo, del rescate de Paris cuando era una fiesta, o sencillamente era un lugar donde la gente va a ser pobre y feliz, en el recuerdo de al menos una o dos generaciones, e instalan junto a ellos a Jorge Luis Borges, a Roland Barthes, a Severo Sarduy, a Julio Ribeiro, a Paloma Picasso, o al travesti Vicky Vaporú; a toda la gente que hubo habitado París, antes y durante la iniciación del desplazado que indaga en la memoria de la ciudad mientras es inquirido por quien lo convierte en literatura. ¿De esto se trata de metaliteratura? Vaya usted a saber. Yo no lo sé
Federico Mayol en El Viaje Vertical, el día que celebra sus bodas de oro debe salir a toda prisa de la vida de su mujer, y termina siendo expulsado de la vida de sus hijos, de la tertulia del bar donde se reúnen sus amigos y finalmente debe abandonar su ciudad. El viejo nacionalista catalán en el exilio, se plantea en principio el retorno, pero a medida que se desplaza en su descenso vertical, entiende que se ha convertido en un personaje cervantino que ha de buscar la Atlántida para cumplir su hundimiento como un último acto de redención. ¿Pero la tragedia de Mayol, su desplazamiento, realmente comenzó el día que su mujer le dijo mientras pelaba guisantes que lo quería fuera de su vida? Dejemos que sea el mismo Federico Mayol, o el narrador de la caída de Mayol quien nos responda: “…no había sido más que una reencarnación de un antiguo ángel de la muerte, de ese ángel de la muerte de la guerra civil que un día malogró sus estudios; al igual que esa guerra de infausta memoria, el ángel de la muerte había intentado repetir la siniestra jugada, en esta ocasión apartándole de su imaginaria pero sólida madurez tardía.”
Tanto Mayol como el joven aprendiz fueron desplazados; uno, el aprendiz, fue desalojado por un sueño, por una incipiente obsesión, por sus futuras pesadillas; dejó a sus padres y a la ciudad y fue al frente donde libraría algunas ridículas contiendas que lo llevarían a ganar de forma heroica el punto y final de su primera novela. El otro, Mayol, es expulsado por el ángel de la muerte, el que malogró sus estudios y torció el destino de su vida, lo puso donde no era, o donde debería estar, años más tarde, el día en que su mujer luego de vivir cincuenta años a su lado, le pide que se marche, que comience su hundimiento, que la deje hundir a ella sola, que se hundan ambos pero extrañados el uno del otro. En los dos casos, aun en los momentos trágicos y de máxima desesperación no se pierde la dignidad, la ironía los sostiene y le da un final digno a sus historias; no le sucede lo mismo a Willi Münzenberg, el publicista de la revolución soviética, quien alguna vez llegó a tocar las sandalias de los dioses en el panteón del proletariado. Se sintió imprescindible e inmortal; nunca le pasó por la cabeza que siempre estuvo anotado en la lista, junto al día, la hora y la fecha de su caída. Allí la ironía es implacable como lo es en los casos de todos aquellos que una mañana se levantan y se encuentran con un proceso interpuesto y deben esperar ante la sala de la ley para que se les atienda o se les dé una respuesta.
Cuando El Estado, El Partido, La Nación, El Credo, tu pueblo, el barrio, la pandilla o el club te expulsan lo hacen sabiendo que deben despojarte de la dignidad humana. Nadie se confabuló para expulsarte del vientre materno. Igual sucede cuando te desplazas desde los territorios de la infancia hasta los de la vejez, o cuando abandonas un afecto o el afecto te abandona ti. Pero cuando el poder te aparta, se confabula para restarte humanidad, para quitarte el don de gentes, el orgullo, el coraje y el nombre; todo valor humano; su propósito es dejarte en la nada, que es justo el lugar en el que puedes ser suprimido, exterminado, desaparecido sin que se produzca el más leve sobresalto. Por paradójico que resulte, el poder te expulsa al nihil. En el descampado de la nada es donde ejecutan al personaje de El proceso de Kafka; el descampado de la nada es el no lugar donde te conduce el poder cuando ha de suprimir tu vida. Supongo que es en ese instante cuando el despojado reza aquella oración que fue escrita por Ernst Hemingway en Un lugar limpio y bien iluminado y que rescata el autor de París no se acaba nunca: “Padre nada que estás en la nada, nada es tu nombre, tu reino nada, tu serás nada en la nada como en la nada.” Entonces se acaba la ironía; entonces acaba la palabra.
Llegado a este punto muerdo un grano de café, cierro los ojos y trato de darle forma a lo que continúa, a falta de una taza de café, sólo me resta morder un grano tostado, jugar con él, pasearlo entre los dientes.
Recuerdo ahora que hace mucho tiempo estaba fuera de mi país, desesperado, sin propósitos claros, llevaba en el bolsillo del saco un libro de Rafael Cadenas, vagaba por los alrededores de Saint Poul, apenas había calentado mis manos y mis labios con una taza de té, pasaban los días y toda la intensidad del otoño y los agravios del invierno se volcaban sobre aquel muchacho que huía del fracaso, que deseaba convertirse en algo, ser un escritor o un dramaturgo, un cineasta. No lo tenía claro, no me fui a escribir un libro, pero sí me hice de una biblioteca que perdí en las mudanzas de aquel año, se extravió en un barco y probablemente haya terminado en Nueva Zelanda; sin embargo, recuerdo que prefiguré un primer relato mientras dibujaba en la buhardilla algo parecido al cerro que contiene a mi ciudad, sentía nostalgia por el nombre de una mujer vana y pretenciosa, sentía nostalgia por lo que había dejado de ser y de esa forma escribí un cuento que resultó ser infame. En mi viaje de iniciación comencé a soltar algunos lastres, a veces eran tantos que me causaba vértigo, siento que no lo concluí como lo he debido concluir, no conocí el amor, ni los grandes arrebatos pasionales, por eso me reí mucho cuando recibí una carta de una chica presumida que me dijo, espero que estés siguiendo mis pasos, me reí y me llené de rabia.
En aquel momento, igual que Federico Mayol en Madeira, me dormía rezando una oración, era un poema de Rafael Cadenas, un poema que hasta hoy en día me acompaña, un poema que aún, lo sé, tiene que revelarme algo, sólo leeré un fragmento:
“Por mi bien me has relegado a los rincones, me negaste fáciles éxitos, me has quitado las salidas.
Era a mí a quien querías defender no otorgándome brillo
De puro amor por mí has manejado el vacío que tantas noches me ha hecho recordar hablar afiebrado a una ausente.
Por protegerme cediste paso a otro, has hecho que una mujer prefiera a alguien más resuelto, me desplazaste de los oficios suicidas.”
Mientras decía mi oración al fracaso, negaba con la cabeza, yo no quería que alguien se apropiara del fracaso de mi país, que le pusiera su nombre y su apellido, que se creyera el fracaso mesiánico o liberador, yo no quería que nadie hiciera nada por mi bien, ni decidiera mi felicidad, de la misma manera que hoy me niego a ser feliz o igual a otros por imposición de la fatalidad o de un caudillo que por mi bien me ha relegado a los rincones.
Ya estoy más despierto, no así más lúcido, pero pudiera intentar unas frases felices para darle fin a este pequeño acopio de párrafos que pretenden unificar los criterios y retomar la coherencia en caso de que ésta fuese perdida en algún momento, porque debo señalar que vengo de donde el exceso de coherencia podría expulsarte al olvido o ponerte en una lista.
Para concluir diré que todo desplazamiento es natural hasta el momento en que los fines ulteriores del poder humano lo desnaturalizan. Toda pérdida nos desplaza. Toda ganancia también. Nadie dejará nunca de moverse por su vida y por la vida de los demás. Todo lo anterior es cierto, pero también es cierto que debemos preservar la memoria, que tenemos prohibido olvidar, porque hay exilios inaceptables: aquellos que nos quitan humanidad, los que nos conducen a la nada, para suprimirnos a la intemperie, los que se imponen desde el poder, llámese liberación u opresión, los que te hacen rezar a la nada en el no lugar de un descampado.
Una cucaracha, un escarabajo o un hombre confundido por sus inseguridades, con la certeza de que ha de ser aplastado por la mirada de cuantos insistirán en encontrar un sentido coherente entre el título que los convoca a una conferencia y la conferencia que terminan escuchando. Luego de un sueño intranquilo la cucaracha o el escritor extiende la mano en busca de una taza de café, café que ha desaparecido de las estanterías del país que antes de ser reblandecido por el petróleo mantuvo al bochinche, a sus caudillos y a sus montoneras sólo con el modesto cultivo de los cafetales; él o yo, ambos, continuamos conmovidos y presagiosos, con las notas colgadas en la memoria, y sólo podemos beber té; té en una mañana del trópico. Un buen nombre para una conferencia y entonces, sin complejos, tomar las palabras y hacerlas decir lo que deben, o sea que para una cucaracha, un escritor o un hombre del Caribe, tomar agua caliente y té al levantarse es causa sobrecogimiento; al menos le indica que debe andar con cuidado, que algo malo en el mundo está pasando; cae el manto de la superstición sobre la primera mirada de la mañana y las notas que ha guindado en la memoria: el gafe, la pava, la mala suerte que ronda; es el momento en que te das cuenta de que estás empapado por la lluvia con tus paisajes sobre las aceras de la ciudad, que la noche cae en pleno día y que no existes. Ha comenzado el viaje, el hundimiento imperceptible. Mi viaje o el viaje de Federico Mayol. Hemos leído una idea en muchos autores que ahora parece persistir, una idea que se niega a entender mi mujer: todos los hombres somos un solo hombre; por ejemplo, Borges cuenta que cuando muere un hombre mueren todos los hombres, y John Dohne habla del redoble de las campanas. Mi mujer reitera, es insistente, que cuando muere un hombre sólo muere un hombre, quizás algunos otros, pero no todos los hombres. Sin embargo, es mi deber en esta reflexión, pensar que las campanas también redoblan por mi. Una idea preborgesiana, una idea renacentista quizá, isabelina tal vez; nadie es una isla en si mismo, se repite la frase, se hace un tópico, pero yo la compro; asumo que aquella mañana posterior a la tarde cuando le cayó la noche en Barcelona a Mayol, en la que me faltó el café o se vino abajo mi paisaje, yo era uno con el viejo catalán e iniciaba un viaje incierto hacia las profundidades de la Atlántida.
Un problema que se nos suele presentar y que a muchos les consume la vida, es el de la coherencia. Imagino que debo ser coherente con el llamado que he hecho a la hora de escribir estas líneas. Un viaje vertical hacia el exilio. En verdad es un asunto que no da para equívocos, pero que sin embargo es impreciso y puede tener sus matices; desde el momento en que ordeno sobre el papel la palabra exilio asumo que ésta pudiera llevarme por sus caminos: todos los caminos del exilio tienen espejos empotrados en el paisaje. En su momento la idea se me antojaba genial. Desentrañar los registros del desplazamiento que le son propios a unos libros de dos novelistas españoles y que llegaron a mis manos en momentos en que me sentí invitado, en algunas ocasiones, y en otras, obligado a desplazarme, a diluirme o a desaparecer. Cómo no sentirme Federico Mayol. Cómo no resentir sus propios resentimientos.
Muchos son los caminos que conducen a Roma, otros tantos al exilio. Un día vas al consultorio médico a hacerte un examen de rutina y recibes la noticia de que ya no estás sano y que te has comenzado a morir, que aquella fatiga no era el exceso de peso o la mala alimentación, el hábito de fumarte una o dos cajas de cigarrillos al día. No importa lo que hagas, ya no estás ni volverás a estar sano. No importa lo que hagas, no volverás a tu condición anterior. Has sido excluido y comienzas a sentirte sin el café de la mañana en un país donde debería llover café; y aunque vuelvas a tomar café cada mañana, o funcione algún tipo de terapia ya te has apartado de los otros, te has desplazado y eres distinto.
Y si un día apareces en una lista, si alguien te ha nombrado y comprendes que en cualquier momento pueden notificarte que has perdido el trabajo, que estás fuera del sistema de salud, que te pueden venir a buscar “…que tal vez tu nombre ya figura en una lista mecanografiada de muertos y de presos futuros, de sospechosos, de traidores. …” entonces sientes un gran agobio y te rebasa la historia y sabes que has comenzado un viaje vertical hacia alguna parte donde te subsumirás aún cuando nunca toquen a tu puerta y sólo te dejen esperando la consumación del destino de aquellos que ya no son iguales, de aquellos que no pertenecen a un pueblo o a una nación, a una ideología o una raza o a la estirpe humana. Ya no eres y tienes que colgar en tu solapa un signo que te diferencie y te desaparezca. Igual que al pobre Federico Mayol, la persona con la que has vivido gran parte de tu existencia te dice, ya no te quiero en la vida y recurres, igual que Federico Mayol, a unos versos de Virgilio Piñeira que murmuras en oración:
“en otro tiempo yo vivía adánicamente ¿Quién trajo la metamorfosis?.”
Y también llega el momento en el que algo te retrae y te repliegas, te desplazas hacia adentro y decides dejarte ganar por la paranoia, la apatía o los nervios, tus amigos no se explican porqué sin motivo aparente, en el momento de la gloria, o en la apoteosis de tu vida te pones a recordar cuando eras pobre y feliz en París, una ciudad que no se acaba nunca.
Cuenta Vila Matas, o el escritor que pretende ser en sus años de aprendizaje, o el escritor que redacta una conferencia que habrá de dictar durante tres días en París, que Margueritte Duras, en su vejez, recibió la visita de alguien, y que “ella había dicho que no le conocía, que no se acordaba de él, que había vuelto al estado salvaje de la infancia y que ya no se acordaba de nadie, sólo recordaba a Saigón”. En alguna parte, no sé dónde, he leído que todo el mundo procura regresar al lugar donde alguna vez fue feliz. Y también he escuchado que no hay retornos posibles.
Desde el momento en el que somos expulsados desde el vientre materno para integrarnos al mundo, el exilio cobra la textura de la ironía. Igual sucedió cuando el hombre fue expulsado del paraíso. No hay vueltas hacia el vientre materno e imagino que no debe existir un camino de regreso al Edén. El hombre, conciente de su mortalidad, comprende que debe aprender a desplazarse, a entrar y a salir, a incluirse o excluirse, a ser incluido o a ser excluido de todos los espacios que pise.
En un momento se me ocurrió que sería meritorio intervenir la novela Sefarad de Antonio Muñoz Molina, a París no se acaba nunca y El viaje vertical de Enrique Vila Matas y comenzar a establecer analogías, correlatos y referencias comunes; vertebrar un discurso coherente y abocar mis disquisiciones, a pesar de los presagios que germinan desde la carestía del café en Caracas, en torno al tema del viaje y del exilio, de las desapariciones y desplazamientos. Apenas hube metabolizado la empresa casi me dejo ganar por la desesperación con la que, en su momento, se invistió el joven catalán que fue a hacer su aprendizaje de escritor a París; todo se oscureció; las primeras tareas de arqueo investigativo, como suele llamarlas la academia, me llevaron a conclusiones, que como todas conclusiones, se mostraban obvias; el joven aprendiz de escritor que se va a París a vivir la bohemia y a imponerse la intensidad del rigor para producir su primer libro, una tarde o una mañana, se encuentra con una de las tantas verdades con las que se suele encontrar un aprendiz de algo, incluso un aprendiz de escritor que se lee un fragmento de la Molloy de Beckett en uno de los puestos de ventas de libros del Sena: “no inventamos nada, creemos inventar, cuando en realidad nos limitamos a balbucear la lección, los restos de unos deberes escolares aprendidos y olvidados, la vida sin lágrimas, tal como la lloramos. Y a la mierda.”
“Todo está inventado”, me dije. y así se dijo y de tal manera, el joven aprendiz.
Ahora no soy tan joven y en nada o en poco me le parezco a aquel aprendiz de la novela de Vila Matas, si bien soy fiel al principio de que todos los hombres son uno; y por lo tanto, también soy yo el aprendiz, aunque no joven, como hace treinta años cuando hice un viaje a Londres, tan banal y trágico como el que se lee en París no se acaba nunca, en el que no encontré a Beckett pero sí a Pierre Menard en una biblioteca pública de Brixton. Las conclusiones fueron las mismas de aquel neófito, pero como la memoria es una imagen del ultimo recuerdo de lo acontecido en algún momento de la vida, he perdido algunas cosas porque he perdido algunas imágenes y por eso creí en la pertinencia del tema y del propósito del trabajo que me impuse al escribir estos párrafos. Pero si ya todo se ha dicho sobre la metaliteratura, sobre el autor que se convierte en personaje o sobre la vida de ficción que viven los autores, sobre su intromisión en las mentiras que elaboran, sobre el cuentero que se vuelve parte del cuento. ¿Qué puedo agregar yo sino otro cuento de lo que se ha contado? La vida es cuento y los cuentos cuentos son. No se iría un palmo de tierra más allá en el conocimiento de las obras de Muñoz Molina o Vila Matas si reiteramos junto a las separatas adocenadas, que la virtud de estas obras descansa en la imposibilidad que tiene el lector en determinar cuándo lo autores cuentan sus realidades y sus vidas o cuándo cuentan las vidas y las realidades que se inventan, cuándo se entrecruzan, cuándo son fieles a una biografía de mérito, si es que esta existe o cuándo se atienen a la verdad histórica. Vaya palabra. Perdamos el respeto y atrevámonos a decir, vaya palabreja.
No se puede andar muy serio por allí, cejijunto y grave, tomando pastillas para prevenir el infarto, tratemos de reírnos un poco, porque no hay café o se nos cae el país a pedazos y es improbable que llegue a un destino porque los puentes se han roto. Y solo es posible que llegue a algún lugar si me río de lo serio que voy siendo en la medida en que me enredo al escribir sobre lo que pretendo escribir sin dejar de ser coherente. ¿Y la coherencia existe? Sí, yo quiero una taza de café y vías que me comuniquen con el mundo así el mundo sea una mierda.
El desplazamiento y el exilio llevan en sí la ironía. Es allí, en la ironía del exilio, donde quisiera tratar de enfocar mi pensamiento mientras escribo las próximas líneas.
Tu esposo ha sido detenido, se lo han llevado sus camaradas. Sabes que debes esperar en el hotel donde el partido aloja a los militantes de la Internacional. Sabes cuándo exactamente ustedes dos comenzaron a ser diferentes, en el instante en que optaron disentir de la línea del partido, fue en ese momento cuando comenzaron a dejar de pertenecer, aunque no era perceptible para los otros, te supiste junto a tu marido embarcada en vagones similares, ajena al universo que habías compartido con todos los parias de la tierra, quedaste fuera de las barricadas donde entonaste alguna vez la Internacional. Allí estaba la reprobación o el señalamiento de la impostura, bastó con que ustedes hicieran una pequeña acotación en Moscú, que señalaran que Adolf Hitler era el enemigo a derrotar y no la socialdemocracia¸ entonces se escuchó el consejo de Josef Stalin, un consejo socarrón y cínico tal como el que se permite un padre autoritario con sus hijos: “¿No cree usted que si los nacionalsocialistas se hacen con el poder en Alemania estarán tan ocupados con el mundo occidental que aquí nosotros podremos edificar tranquilamente el socialismo?”. La sentencia estaba dictada, el cumplimiento era una cuestión de tiempo. Al menos Heinz Neumann, fue declarado enemigo del pueblo, y recibió un tiro, probablemente en la nuca, de parte de sus camaradas. Pero tú eras sólo la esposa del enemigo del pueblo, te hicieron esperar; te deportaron primero a Siberia y luego, los compañeritos, haciendo honor al tratado Molotov-Ribbentrop te entregaron a tus enemigos y fuiste a dar con tus huesos a Ravensbrück, (evidentemente los nazis no eran el enemigo principal) donde conociste a la periodista Milena Jesenskà, la amante del escritor individualista burgués, Franz Kafka. Más tarde escribirías las memorias de Milena. Tú serás la memoria de Milena, la memoria de todos los condenados de los goulags y de los campos de concentración. Margarette Büber Neumann sobrevivió, y pasó el resto de su vida tratando de convencer de sus historias y de sus horrores a muchos intelectuales que desviaban la mirada hacia un punto muerto en el paisaje.
El horror también tiene su aplomado irónico.
De nuevo estoy discurriendo sobre lo que se ha dicho de manera morbosa al mostrarme reiterativo, el morbo tiene lo suyo y no voy a serle inconsecuente: reitero que desde los tiempos de Milán Kundera nos encontramos con autores que se desdoblan y cobran la levedad necesaria, la condición ectoplasmática que los convierte en sombras fantasmales y poseen con sus obsesiones y desvaríos la conciencia de los personajes de las obras que escriben. Así hace Antonio Muñoz Molina. Así hace Enrique Vila Matas. Así hizo Roberto Bolaño. Así hace Javier Marías. Así hizo el venezolano Enrique Bernardo Núñez. Es una constante de la narrativa moderna, desde El Quijote a esta parte. Cervantes se sale de sí, cobra levedad; focaliza la conciencia narrativa en un autor anónimo o en El cide Hameti Benengueli, los habita definiendo los planos de la ficción. Entra y sale de su novela. A muchos nos gustaría escribir novelas modernas como las que escribió Don Miguel de Cervantes Saavedra.
Y por ello París no se acaba nunca y se explica en aquel escenario donde el aprendiz conjuga la euforia con su intensidad autoimpuesta, el desasosiego y la desesperación, y yo exclamo junto a él “si de verdad fuera escritor, sería absolutamente moderno.” Tal cómo exclamé alguna vez, hace treinta años, en Marylebone en Londres, sin tener conciencia cierta de lo que decía, lo solté en Trafalgar Square frente al Almirante Nelson -así como treinta años más tarde, para sacarme de un estupor creativo, me sugiriera hacerlo Roberto Echeto-, o como lo grité en las calles de Whitechapel tras las huellas de Jack The Ripper, lo dije frente al lobo del zoológico de Regent Park, sin importarme que antes de mi lo hubiese dicho Bram Stoker, recibiendo la primera luz invernal de mi vida, de aquella vida que ya no vivo; apropiándome del frívolo sentido de trascendencia de la juventud que no me es: Así lo dijo el joven aprendiz de París no se Acaba nunca, y no dejo de sentir ternura, y concluyo que todo ha sido un invento, porque los recuerdos no existen o son simples imágenes de un autor catalán que ha escrito un libro donde larga al exilio por dos años a su personaje, probablemente al joven Vila Matas, para que nos recuerde que deseamos ser absolutamente modernos o que la ironía también puede hacernos tiernos cuando ya somos unos hombres ganados por la madurez o el descreimiento.
Creo haber malinterpretado una lectura, donde leí que después de Auschwitz no se podía hacer poesía. Vila Matas ha dicho por ahí que sin la ironía dejaba de existir la palabra. En párrafos anteriores me empeñé en afirmar que El exilio y los desplazamientos llevaban consigo a la ironía, así las historias de Auschwitz, o de hombres como Willie Münzenberg, un publicista del Kremlin que de haber nacido en los Estados Unidos, según cuenta Muñoz Molina, le hubiera disputado los espacios a Henry Ford. Un hombre de la clase obrera alemana que con agallas; con mucha ambición y espíritu emprendedor le armó a Stalin el tinglado de sus festivales internacionales por la paz y la justicia de los pueblos, un hombre de rotativas, un excelente relacionista público de la revolución bolchevique. “Münzenberg comprendió antes que nadie que la revolución mundial no llegaría enseguida, si es que llegaba alguna vez y que el comunismo sólo podría difundirse en Occidente de una manera oblicua y gradual, no con la propaganda chillona, ruda y monótona que complacía a los soviéticos, sino a través de causas en apariencia desinteresadas y apolíticas, gracias a la complicidad, en gran parte involuntaria, de algunos intelectuales de mucho prestigio, celebridades independientes y de buena voluntad que firmaran manifiestos a favor de la Paz, de la cultura, de la concordia de los pueblos… inventó el halago político a los intelectuales acomodados, la manipulación adecuada de su egolatría, de su poco interés por el mundo real… atraer a la causa de la Unión Soviética a un premio Nóbel de literatura o a una actriz de Hollywood, era un golpe maestro de publicidad”. Willie Münzenberg construyó el club de los intelectuales tontos. Pero un buen día Willie Münzenberg luego de un sueño intranquilo despertó fuera, un pequeño desplazamiento, unas pocas miradas esquivas, todo imperceptible; vino la primera llamada de Moscú, los primeros saludos no contestados, los gestos elusivos de los amigos, finalmente la expulsión del partido; se le abre un proceso, es acusado de traidor, nadie lo defiende, nadie se da por enterado”; Willie Münzenberg era un hombre de coraje, no se rindió, trató de darle vuelta a la adversidad. En 1940 los tanques alemanes avanzaban sobre Francia y él huía de París junto a tres compañeros. Su cuerpo fue encontrado colgando de una rama en un bosque. Sus camaradas, los que le habían prometido una ruta de escape, cumplían un mandato secreto de Stalin, ambos lo sometieron, lo amarraron y le dieron muerte. Nadie se dio por enterado, ni un solo simpatizante de las causas antifascistas, promotores de las libertades y la justicia de los pueblos.
El desplazamiento y el exilio forman parte de la conciencia del hombre. Sentencié, como si fuera un doctor de una iglesia o de una academia, que no hay manera de volver de nuevo al vientre materno o un camino de regreso al Edén. Nos integramos a la vida porque hemos sido expulsados de la felicidad. Al menos esa sensación tenemos cuando plegamos nuestras piernas contra el pecho, nos abrazamos a ellas, buscando en la posición algo de sosiego, no importa qué tan viejos estemos, a veces nos ovillamos, o nos mecemos para no gritar. Somos concientes de que debemos aprender a desplazarnos por la infancia de la que seremos expulsados, por la adolescencia de la que seremos excluidos, por la madurez que tocará su final y por la vejez en la que nos cerraremos sobre nosotros mismos, y que finalmente abandonaremos la vida, dejaremos de ser y que a pesar de haber cumplido todo el itinerario, no se cumplirá en nosotros el ciclo del agua o del carbono. A pesar de lo mucho que se ha discutido, y de lo que se rebate o se pretende sustentar, nadie sabe dónde migrará cuando muera. O sí, hay una certeza: los muertos se desplazan a la memoria. Reconozco que es una visión burda y desesperanzadora aceptar que los amigos un día dejan de serlo o que la universidad termina, que los parientes se alejan y que los amores son volubles; que si alguien te dice que te amará para siempre estará anticipándose al siempre y habrá comenzado a dejar de amarte. Creo haber leído que la eternidad solo es posible en el segundo y que la vida corre como los fotoramas de una película; quizá por eso nos refugiamos en las imágenes del recuerdo que hará eterna aquella promesa de amor ausente, el cálido beso que dimos o recibimos, o un atardecer glorioso y vívido en Hamtead Hill cuando la juventud nos colmaba con su fatua perennidad.
Lo que acaece o deja de acaecer, los eventos afortunados o desafortunados sólo se reivindican a través del ejercicio pertinaz y conciente de la memoria. La memoria es mucho más importante que la vida; aun así, también somos exiliados de los recuerdos. La gente a veces es confundida, es obligada a olvidar. Quizá por ello unos de los personajes de Sefarad, uno de los tantos que pueblan la novela, el teniente de la División Azul que rememora el sitio de Leningrado dice lo siguiente: “ me parece que los veo a todos uno por uno, que se me quedan mirando como aquel judío de las gafas de pinza y me hablan, me dicen que si yo estoy vivo tengo la obligación de hablar por ellos, tengo que contar lo que les hicieron, no puedo quedarme sin hacer nada y dejar que se olviden, y que se pierda lo poco que va quedando de ellos. No quedará nada cuando se haya extinguido mi generación, nadie que se acuerde, a no ser que alguno de vosotros repitáis lo que os hemos contado.”
La vida nos ocupa como aquel ente impreciso y acuoso que tomó la casa del cuento de Julio Cortázar; vamos abandonando lugares y cerrando habitaciones a las que no volveremos nunca, sellando y partiendo hasta quedarnos fuera, con las llaves en las manos y una última decisión, lanzar el manojo al fondo de una alcantarilla para que nadie lo halle y cometa la insensatez de tratar de retomar lo perdido. No se vuelve a la inocencia original donde todo fue nuestro, donde todo fue eterno. Sólo se retorna en el recuerdo.
Desplazados nos desplazaremos siempre. Siento necesidad de tomar mi café, me escucho pesimista cuando no encuentro café en las estanterías de los abastos, es una costumbre burguesa que practican absolutamente todos los venezolanos; tomar café, colar el guarapo al levantarse, compartir una taza en la panadería mientras se habla paja aun cuando te hayan convertido en un fantasma o no existas. Es probable que esté escribiendo impertinencias, no cambiaré lo escrito porque las expresiones son fatalidades; pero advierto que mi estado de ánimo es correoso al momento en que trabajo en estas páginas, porque el aeropuerto por donde he de salir para compartir mis divagaciones sobre el exilio con ustedes me queda más lejos que Londres, que París y que la China. Y los puentes se derrumban. Y las desgracias no escampan. Un fantasma recorre mi país, el fantasma de los caudillos y las montoneras del siglo XIX. Y yo estoy en una lista. Mi nombre ha sido escrito, tipeado, delatado y expuesto a la consideración del pueblo.
En este momento debería preguntarme si no debo asumir mi circunstancia como algo natural, con resignación, pues de eso he estado escribiendo y se corresponde con las tesis que he sostenido desde hace un buen rato. Perdón, me tengo que dar el cambio, responderme a mí y responderles a ustedes. No hay fractura en mi discurso, sólo debo establecer un relato diferencial entre los distintos tipos de desplazamientos. ¿Es que acaso se catalogan los desplazamientos? La gente se desplaza y se mueve por el mundo, los afectos y desafectos, como los personajes dentro de una novela o un cuento. Nadie retorna al vientre materno ni regresa al Edén. Si un día dejas de ser saludable nunca más volverás a dejar de estar enfermo aun cuando recobres la salud. Haberse ido es haber dejado de estar, es salir, y si sales no vuelves, porque toda salida cambia a quien sale, como todo viaje transforma al viajante.
Paris no se acaba nunca un joven que sabe muy poco de la vida, que no sabe nada, un joven gris como lo llama su madre, se desplaza a una ciudad que ha mitificado, va tras las huellas de Ernest Hemingway confiado de que sólo eso le bastará para convertirse en un gran escritor; el joven se reconoce aprendiz y se pone en un principio bajo la tutela de una fauna diversa del Café de Flore y de Margaritte Duras, ella será su casera, ella le pone un sucinto decálogo sobre el arte de novelar en una hoja de papel, vivirá en la casa de ella sin pagar la renta. Mayol, el héroe de El Viaje Vertical, tiene un sueño recurrente: sueña que ha vivido por mucho tiempo en un hotel donde no paga la renta. El joven aprendiz que hace su vida bohemia entre el Café de Flore y la casa de la Durás, es reivindicado por la memoria de su autor que prepara un ensayo sobre la ironía, y llegará a nosotros, con sus aspavientos y pretensiones; alborotará la memoria de toda una ciudad que no se termina de acabar; los diferentes planos ficcionales que encontramos en la lectura, son los entramados diversos de la memoria de alguien que escribe un ensayo sobre la ironía o se integra al café Flore del cual será expulsado dos años más tarde por las circunstancias y por sí mismo. Ambos, el ensayista y el joven aprendiz se instalan, a través del libro, del ensayo, del rescate de Paris cuando era una fiesta, o sencillamente era un lugar donde la gente va a ser pobre y feliz, en el recuerdo de al menos una o dos generaciones, e instalan junto a ellos a Jorge Luis Borges, a Roland Barthes, a Severo Sarduy, a Julio Ribeiro, a Paloma Picasso, o al travesti Vicky Vaporú; a toda la gente que hubo habitado París, antes y durante la iniciación del desplazado que indaga en la memoria de la ciudad mientras es inquirido por quien lo convierte en literatura. ¿De esto se trata de metaliteratura? Vaya usted a saber. Yo no lo sé
Federico Mayol en El Viaje Vertical, el día que celebra sus bodas de oro debe salir a toda prisa de la vida de su mujer, y termina siendo expulsado de la vida de sus hijos, de la tertulia del bar donde se reúnen sus amigos y finalmente debe abandonar su ciudad. El viejo nacionalista catalán en el exilio, se plantea en principio el retorno, pero a medida que se desplaza en su descenso vertical, entiende que se ha convertido en un personaje cervantino que ha de buscar la Atlántida para cumplir su hundimiento como un último acto de redención. ¿Pero la tragedia de Mayol, su desplazamiento, realmente comenzó el día que su mujer le dijo mientras pelaba guisantes que lo quería fuera de su vida? Dejemos que sea el mismo Federico Mayol, o el narrador de la caída de Mayol quien nos responda: “…no había sido más que una reencarnación de un antiguo ángel de la muerte, de ese ángel de la muerte de la guerra civil que un día malogró sus estudios; al igual que esa guerra de infausta memoria, el ángel de la muerte había intentado repetir la siniestra jugada, en esta ocasión apartándole de su imaginaria pero sólida madurez tardía.”
Tanto Mayol como el joven aprendiz fueron desplazados; uno, el aprendiz, fue desalojado por un sueño, por una incipiente obsesión, por sus futuras pesadillas; dejó a sus padres y a la ciudad y fue al frente donde libraría algunas ridículas contiendas que lo llevarían a ganar de forma heroica el punto y final de su primera novela. El otro, Mayol, es expulsado por el ángel de la muerte, el que malogró sus estudios y torció el destino de su vida, lo puso donde no era, o donde debería estar, años más tarde, el día en que su mujer luego de vivir cincuenta años a su lado, le pide que se marche, que comience su hundimiento, que la deje hundir a ella sola, que se hundan ambos pero extrañados el uno del otro. En los dos casos, aun en los momentos trágicos y de máxima desesperación no se pierde la dignidad, la ironía los sostiene y le da un final digno a sus historias; no le sucede lo mismo a Willi Münzenberg, el publicista de la revolución soviética, quien alguna vez llegó a tocar las sandalias de los dioses en el panteón del proletariado. Se sintió imprescindible e inmortal; nunca le pasó por la cabeza que siempre estuvo anotado en la lista, junto al día, la hora y la fecha de su caída. Allí la ironía es implacable como lo es en los casos de todos aquellos que una mañana se levantan y se encuentran con un proceso interpuesto y deben esperar ante la sala de la ley para que se les atienda o se les dé una respuesta.
Cuando El Estado, El Partido, La Nación, El Credo, tu pueblo, el barrio, la pandilla o el club te expulsan lo hacen sabiendo que deben despojarte de la dignidad humana. Nadie se confabuló para expulsarte del vientre materno. Igual sucede cuando te desplazas desde los territorios de la infancia hasta los de la vejez, o cuando abandonas un afecto o el afecto te abandona ti. Pero cuando el poder te aparta, se confabula para restarte humanidad, para quitarte el don de gentes, el orgullo, el coraje y el nombre; todo valor humano; su propósito es dejarte en la nada, que es justo el lugar en el que puedes ser suprimido, exterminado, desaparecido sin que se produzca el más leve sobresalto. Por paradójico que resulte, el poder te expulsa al nihil. En el descampado de la nada es donde ejecutan al personaje de El proceso de Kafka; el descampado de la nada es el no lugar donde te conduce el poder cuando ha de suprimir tu vida. Supongo que es en ese instante cuando el despojado reza aquella oración que fue escrita por Ernst Hemingway en Un lugar limpio y bien iluminado y que rescata el autor de París no se acaba nunca: “Padre nada que estás en la nada, nada es tu nombre, tu reino nada, tu serás nada en la nada como en la nada.” Entonces se acaba la ironía; entonces acaba la palabra.
Llegado a este punto muerdo un grano de café, cierro los ojos y trato de darle forma a lo que continúa, a falta de una taza de café, sólo me resta morder un grano tostado, jugar con él, pasearlo entre los dientes.
Recuerdo ahora que hace mucho tiempo estaba fuera de mi país, desesperado, sin propósitos claros, llevaba en el bolsillo del saco un libro de Rafael Cadenas, vagaba por los alrededores de Saint Poul, apenas había calentado mis manos y mis labios con una taza de té, pasaban los días y toda la intensidad del otoño y los agravios del invierno se volcaban sobre aquel muchacho que huía del fracaso, que deseaba convertirse en algo, ser un escritor o un dramaturgo, un cineasta. No lo tenía claro, no me fui a escribir un libro, pero sí me hice de una biblioteca que perdí en las mudanzas de aquel año, se extravió en un barco y probablemente haya terminado en Nueva Zelanda; sin embargo, recuerdo que prefiguré un primer relato mientras dibujaba en la buhardilla algo parecido al cerro que contiene a mi ciudad, sentía nostalgia por el nombre de una mujer vana y pretenciosa, sentía nostalgia por lo que había dejado de ser y de esa forma escribí un cuento que resultó ser infame. En mi viaje de iniciación comencé a soltar algunos lastres, a veces eran tantos que me causaba vértigo, siento que no lo concluí como lo he debido concluir, no conocí el amor, ni los grandes arrebatos pasionales, por eso me reí mucho cuando recibí una carta de una chica presumida que me dijo, espero que estés siguiendo mis pasos, me reí y me llené de rabia.
En aquel momento, igual que Federico Mayol en Madeira, me dormía rezando una oración, era un poema de Rafael Cadenas, un poema que hasta hoy en día me acompaña, un poema que aún, lo sé, tiene que revelarme algo, sólo leeré un fragmento:
“Por mi bien me has relegado a los rincones, me negaste fáciles éxitos, me has quitado las salidas.
Era a mí a quien querías defender no otorgándome brillo
De puro amor por mí has manejado el vacío que tantas noches me ha hecho recordar hablar afiebrado a una ausente.
Por protegerme cediste paso a otro, has hecho que una mujer prefiera a alguien más resuelto, me desplazaste de los oficios suicidas.”
Mientras decía mi oración al fracaso, negaba con la cabeza, yo no quería que alguien se apropiara del fracaso de mi país, que le pusiera su nombre y su apellido, que se creyera el fracaso mesiánico o liberador, yo no quería que nadie hiciera nada por mi bien, ni decidiera mi felicidad, de la misma manera que hoy me niego a ser feliz o igual a otros por imposición de la fatalidad o de un caudillo que por mi bien me ha relegado a los rincones.
Ya estoy más despierto, no así más lúcido, pero pudiera intentar unas frases felices para darle fin a este pequeño acopio de párrafos que pretenden unificar los criterios y retomar la coherencia en caso de que ésta fuese perdida en algún momento, porque debo señalar que vengo de donde el exceso de coherencia podría expulsarte al olvido o ponerte en una lista.
Para concluir diré que todo desplazamiento es natural hasta el momento en que los fines ulteriores del poder humano lo desnaturalizan. Toda pérdida nos desplaza. Toda ganancia también. Nadie dejará nunca de moverse por su vida y por la vida de los demás. Todo lo anterior es cierto, pero también es cierto que debemos preservar la memoria, que tenemos prohibido olvidar, porque hay exilios inaceptables: aquellos que nos quitan humanidad, los que nos conducen a la nada, para suprimirnos a la intemperie, los que se imponen desde el poder, llámese liberación u opresión, los que te hacen rezar a la nada en el no lugar de un descampado.