Es verdad, a veces se recuerda al malecón, al mar tremendo rompiendo sobre la avenida, llenando de agua los cuartos de los hoteles. Algo mueve a la nostalgia, al portento de aquella ciudad colonial que se hizo sobre la densidad salina del Caribe. Todo el ornamento hiperbóreo sostenido por pilotes, y el sollozo del amor, o las urgencias de quienes se lanzan al sexo rudo para olvidar, para hacerle cosquillas a la desilusión, tristes polvos habaneros que hacen eco en las cavernas húmedas por donde chorrea la espuma o el semen burbujeante de los tritones verdes. El malecón esconde lápidas, y las algas o las medusas adheridas a las rocas negras reclaman al océano mucho más furia, algo que los mueva, que le dé entrada al ángel de la muerte. Hombres y mujeres sacrifican cerdos al mar. Cerdos a la deidad. Que se vaya. Llévate a mandinga.
En las conversaciones entusiastas sobre la belleza del malecón, solemos olvidar a ese muelle en la bahía, un muelle desmantelado dónde no atraca barca alguna. Por allí nadie entra. Por allí nadie zarpa. Isla maldita y sin navegantes. Y desde fuera, desde alta mar, los afortunados, los que no regresarán jamás, miran a aquella ciudad trás murallas, bajo cerrojos, una cárcel; Alcatraz.
En las conversaciones entusiastas sobre la belleza del malecón, solemos olvidar a ese muelle en la bahía, un muelle desmantelado dónde no atraca barca alguna. Por allí nadie entra. Por allí nadie zarpa. Isla maldita y sin navegantes. Y desde fuera, desde alta mar, los afortunados, los que no regresarán jamás, miran a aquella ciudad trás murallas, bajo cerrojos, una cárcel; Alcatraz.