¿Pero no somos iguales?, pensó Hollis. ¿Lespere y yo? ¿Aquí, ahora? Lo que termina ya no existe. ¿Y de que sirve entonces? Uno muere de un modo o de otro. Pero era como tratar de explicar qué distingue a un hombre vivo de un cadáver. Hay una chispa en uno, un aura, un misterioso elemento… y nada en el otro.
Así ocurría con Lespere y él, Hollis. Lespere había vivido plenamente y esa vida lo transformaba ahora en un hombre distinto. Él, Hollis, estaba muerto desde hacía muchos años. Ambos habían llegado a la muerte por distintos caminos y si había diferentes clases de muerte, las de ellos tenían que ser tan distintas como el día y la noche. La cualidad de la muerte como la de la vida debe ser de una infinita variedad, y si uno ya ha muerto una vez, ¿qué queda por encontrar cuando uno muere para siempre como él ahora?
Un segundo después descubría que había perdido el pie izquierdo. Casi se río. El aire volvía a salir de su traje Hollis se inclinó rápidamente y vió la sangre, el meteoro le había arrancado la carne y la ropa hasta la altura del tobillo. Oh, morir en el espacio era algo casi cómico. El espacio lo corta uno pedazo a pedazo, como un invisible y negro carnicero. Hollis apretó la válvula que llevaba en la rodilla. La cabeza le daba vueltas de dolor. Trató de no perder el conocimiento, y con la válvula apretada, la sangre retenida, y el aire otra vez en el traje, se enderezó y siguió cayendo.