Israel Centeno
Si se preguntase a un lector, una vez leído el último volumen de cuentos de Silda Cordoliani, dónde queda el corazón, es probable que, desconcertado, amagase un gesto titubeante y de inmediato se llevara las manos a cualquier lugar lejano al pecho; y si se preguntase a un conocedor de las ciencias físicas, también lector de las historias que hoy nos ocupan, sobre el concepto de espacio y tiempo, se cuidaría de exponer sus aserciones sobre nociones tangibles y fácticas y de inmediato buscaría refugio en un libro metafísico y veraz escrito hace miles de años por el calígrafo de Salomón.
¿Es posible encasillar En lugar del corazón?
Relatos de un viaje plural y único, cuentos de amor en perspectiva, géneros entreverados en un contrapunteo pendular, rebotes de forma y fondo, donde el énfasis y la economía de recursos establecen una dialéctica en función de la eficacia de lo narrado al tiempo de trazar elipses y juegos concéntricos, desdibujados de manera intencionada.
Y si una vez leído este libro formuláramos a un conocedor del oficio de escribir ficciones, la recurrente pregunta dilemática ¿en qué se diferencia el cuento de la novela? Con seguridad le será difícil echar mano a frases felices, a ecuaciones efectistas y entonces, contraponer la verticalidad del primero, el susto en una esquina, la mirada sesgada del instante, el mordisco tenue y sorpresivo en un pezón, a la horizontalidad, al terror abarcador de la plaga, a la mirada pertinaz y escrutadora, al abrazo absoluto y asfixiante del cuerpo conquistador sobre el cuerpo rendido, como supuestos atributos de la novela.
Desconcertantes como el estilo son estos relatos, sencilla y compleja es la prosa y las historias que escribe Silda Cordoliani y tal es su naturaleza porque es clásica. En el universo clásico se materializa el atrevimiento preciso, efectivo; la trasgresión y el sentido preservador del propósito; nada se diluye, nada se pierde; el creador nada deja sin sentido – (a no ser el sinsentido del sentido en la lógica intrínseca del texto) ni al azar, cada palabra, cada figura retórica, cada situación, personaje, carácter se articulan, justifican y regocijan en las anécdotas y en el valor estético que las expresa. No hay un fin último en las historias, no hay un fin último en las formas; la autora de Babilonia y La Mujer por la Ventana reconcilia el oficio de escribir con su sentido artístico y todo aquel que tenga la fortuna de encontrarse con sus relatos se reunirá con la templanza graciosa de la belleza, tratada como un asunto de arquetipos.
Desde la primera lectura que hice a los relatos de Silda, hace ya algo más de una década, tuve la convicción de haberme embarcado en un viaje. Siempre me ha gustado pensar que cada autor o cada artista es poseedor y a la vez es poseído por una subyacencia, un hilo, un tema. Un universo íntimo subjetivo y particular; y el agraciado que atina en su empresa tendrá el don de convertir ese substrato en imagen, algo plástico y visible. El signo y la imagen es la palabra revelada. Ni siquiera el misterio queda a la sombra, y como dijo un autor en alguna parte, o como se lo atribuyo arbitrariamente, de repente todo se hizo claro. Ésa es la virtud de un buen relato: lo que no era es, lo fantasmal encarna, lo que está oculto aparece, la emoción se revela y conmueve. ¿Qué otro fin se busca? Más que comunicar, conmover. Porque el fin último, a mi criterio, sigue siendo el poema, un estado del ánima, más que una explicación o un inventario de hechos.
En el caso que me ocupa, lo hace el desplazamiento, el viaje, la trashumancia, esto que queda de las historias que he leído, y también una recurrencia: incluso la inmovilidad se mueve en el universo creativo de Silda. El viaje no siempre es un fenómeno real, material, sensible. Es más que eso, es una pulsación vital, un tono y por ello, aunque la autora nos narre a veces en primera persona y desde una rotunda contemporaneidad, en la ilusión, que es la verdad de lo narrado aun en los cuentos más realistas, yace la ausencia, la distancia y la nostalgia de un tiempo inmediato anterior, perdido y los eventos presentes o futuros, perecederos como instantes de contiguo son traspuestos porque el presente es pasado y el futuro imposible; entonces, lo prontamente pasado es atributo de cualquier historia y todo reincide aquí, En lugar del corazón, como en aquel divertimento de Julio Cortázar, cayendo y recayendo.
Sólo al lector le tocará descubrir los argumentos a través de las tramas impecables de este libro, no seré yo quien se los cuente, abusando de estas intuitivas palabras de presentación. Nadie agradece que se le descubra tal cosa. Hasta el momento sólo me he permitido fastidiar, de eso se trata, buscar incomodar, las inquietudes fastidian, y compartir algunos desvelos sobre la estética y el oficio de escribir, reavivados en quien esto escribe desde el instante en que llegó el libro a sus manos y a partir de su lectura en un particular momento de banalización de la escritura artística, de la generación espontánea de escritores, de excesiva bulla mundana y de la corriente confusión en las pasarelas en las que es usual desvirtuar en la contingencia inherente a las dinámicas de los creativos de publicidad (personas a quienes valoro y respeto mucho porque me divierten y distraen), el sentido trascendente de lo que hasta hace poco se valoraba como arte expresado en y por el lenguaje.
Para cerrar, me gustaría expresar mi agradecimiento a la autora, por la sensualidad casi lujuriosa de una feminidad esencial que no manifiesta ni protesta en sus textos los lugares comunes reciclados en el formato casi panfletario de aquellos queridos y sexistas años sesenta del siglo pasado. Al contrario, lo femenino integra, se expresa seductor, sutil, agresivo y se enlaza a la mejor tradición de la literatura escrita por mujeres; por ejemplo, Teresa de la Parra, Virginia Wolf o Mercé Rodoreda.