Encuentro la forma de darle vuelta al pomo y abro el pórtico al desván; allí, vacío y en peunumbras, con las manchas de las sombras tejiendo una membrana sutil, manchas variables, movedizas, me tiendo sobre el piso de maderas: cruje al sentir mi peso y de alguna manera soy consciente de la gravedad, esa fuerza que tira hacia el centro y apega. No deseo incorporarme de nuevo, solo me preocupa morder mi lengua, a veces húmeda a veces seca como la garganta, tensa y angustiada por un sacrificio cotidiano. Estoy cansando, y en el desván me vuelvo a un estado anterior, necesito de un movimiento leve, líquido y ventral; la buhardilla marina y abismal de la estancia donde me he echado, apenas causa la ilusión del mareo. Me he rendido, no hago resistencia; no daré otra vuelta intranquila sobre el cuerpo, me dejo adormecer por episodios imprecisos, deformaciones y luego, el olvido. A través de una ventanilla, enmarcada en el centro de una de las alas del techo, se fija en mis ojos el titilar vago, el ojo legañoso de un gato viejo o una gota turbia de agua y se disipa por siempre hacia alguna parte.