Se ajustó el sombrero y pretendió buscar algo entre dos álamos que se desdibujaban al sur. Masticó un par de veces y escupió sobre una piedra de arena una gruesa mancha de tabaco. Era su manera de silbar, de hacer vientos. Es el lugar indicado para desmontar, pensó; a su lado iba otro jinete, un ladino de los valles de California; traía consigo una jaula de bronce, el cadáver de un canario chocaba contra las chapas, el balancín y los finos barrotes. Polo largó otra mirada, esta vez la retrajo sobre el terreno, la correteó un largo rato por la desolación de aquel paraje y la detuvo en un lugar entre las varillas de bronce del cacharro, trató de hacerlo; alejar sus pensamientos de Mary Ann, pero aquel animal tieso, era la cosa, la petulancia de lo que ha dejado de ser, la ufana verdad de la vida; su muerte; le dijo al ladino, era libre, sacó su colt de cañón largo y la dejó colgar de la mano como una vara muerta, eso creyó, volaba a sus aires, eso creyó e iba y venía engreída por el cielo limitado de su jaula en aquel socavón, eso creyó; los golpes de las herramientas, picas y palas, sobre la piedra, la arenisca desprendida desde las vigas, las rocas cuajadas de granito dorado en los cestos, nada de eso alcanzaba a la canaria, porque ella era la reina, la seductora, todo esto es tuyo le dijo el señor y la puso arriba, muy arriba sobre la cabeza de los mineros por donde sólo pasan los gases letales, soberbia presumía de su aire y libertad, así la mantuvo el señor, su señor, el señor de la mina; ay Mary Ann, solo disparamos una docena de veces, cargamos por el Este desde los despeñaderos, dos cuerpos y las moscas prestas, eso conté antes de tomar la caseta y cargar los sacos del oro, entramos a los huecos para asegurarnos que nadie nos dispararía por la espalada; los corredores oscuros y los abismos se confundían en un remolino de polvo, eso era casi todo, porque en el rebullicio estaba ella y sedujo con sus últimos trinos al ladino, se enamoró de la pajarica como yo de ti Mary Ann, arriesgó su vida por alcanzar la jaula, la pinche canarita; amenazó a todo los muchachos con su rifle, ay de quien se burlara de la desmesura del ladino; todos los muchachos se convirtieron en polvareda hollinada, y se trajo a la pinche agonizante desde California, donde el viento es puro y el cielo azul y las minas productivas; nos separamos de los muchachos y nos dividimos el botín antes de cruzar Arizona, pero el ladino se quedó con la jaula y la pinche canaria fenecida, la cosa que pudre y apesta; unos cuantos gramos menos de oro; así es la vida, sencilla y complicada, sentenció Polo sobre el piso mientras limpiaba con sus botas el pedazo de tierra donde tendió las mantas y las alforjas, aún con el Colt 45 balanceándose en su mano derecha buscaba un blanco zigzagueante que terminó posándose en su frente; con cuidado y pulso firme se colocó el cañón del revólver en el sitio donde una mosca acariciaba sus patas, justo en el entrecejo, buena puntería cabrón, dijo el ladino, ahora dispárale. Polo sonrió a la noche y luego de pasearse el cañón de la pistola por la frente, con la mosca atrapada en el canuto pensó en Mary Ann, en la petulancia de lo que ha dejado de ser, en lo pretendida que era la canarita arriba en la mina, en la jaula de bronce, en el dinero que se gastaría con las bailarinas en los salones del Cañón de Nogales, en el señor de la mina, maricón y muerto, en la libertad y esos mitos de viejas, el vivir y el morir, la mosca y los hombres que rindieron cuentas a esa Colt que hacía correr por su frente, Mary Ann, haló el percutor e hizo un chasquido con la boca: bom. Sólo lo hizo. El ladino encendió la fogata luego de haber sepultado al pájaro; se acariciaba las manos sobre el azul pálido ondulante, era una bandera ardiente, la única confortable al final de cada jornada. El cielo se llenó de frío y de pequeñas tizones de acero.