Quizá no todo se remonte a la pretensión de Platón en educar a Dionisos II, tirano de Siracusa, para hacer realidad su idea de que fuesen los filósofos quienes reinasen en las ciudades. El buscador de la verdad absoluta debe haber sido precedido por otros pensadores en estos afanes, pero es a partir de él que trato de explicar la relación de los hombres de pensamiento con la política; contradictoria, espinosa y la mayoría de las veces perversa y decepcionante.
Platón era un filósofo, no un creador en el estricto sentido de la palabra; los creadores en las valoraciones del pensador ateniense, no eran dignos de vivir dentro de la polis. Sin embargo, y a pesar de ello, Platón fue hecho preso y exiliado por el rey de Siracusa. Dicen que murió escéptico y sumido en la amargura.
En el Renacimiento se repetirá la constante, Miguel Ángel Buonarotti tendrá una relación tensa con Julio II, el papa guerrero; Maquiavelo diseñará el poder para Los Medicis y El Dante, activista en la política florentina, no tendrá reparos en tomar partido por una de las facciones en pugna; aunque le cueste el exilio. Románticos como Goethe y Beethoven celebrarán a Napoleón y a su gesta imperial y mesiánica. El siglo que recién concluimos tiene quizá una expresión patética en Martín Heidegger, el filósofo existencialista que abandonó su cátedra y sus responsabilidades de rector de la universidad de Friburgo para convertirse, desde los estrados académicos, en un propagandista del nacionalsocialismo, en un funcionario servil de Hitler.
Jean Paul Sartre y cierta élite intelectual francesa, a mi entender, fueron los verdaderos padres del socialismo cubano al trasmutar la voluntad y vocación tiránica de Fidel Castro en una épica humanista; ellos, los filósofos benevolentes, los mismos que se hicieron la vista gorda ante la evidencia de los crímenes de Stalin; negaron los procesos criminales de los años 30 del siglo pasado en la naciente república obrera, hicieron un gesto de incredulidad cuando se les habló de los Gulag, o se denunció la persecución, reclusión en campos de exterminio y asesinato de escritores y sin embargo se mantuvieron no sólo en el error y la apatía sino que embistieron contra aquellos que se atrevían a señalar las barbaridades que se cometían en la gloriosa Unión Soviética; ellos no dudaron en agredir y desdeñar a quienes venían del infierno colectivista de Stalin, y miraban con sarcasmo y cierto asco a Nina Berberova, Vladimir Nabokov o M. Héller. Cierto, fueron coherentes al taparse los ojos y los oídos cuando se les hablaba del ostracismo al cual había sido condenado Lezama Lima o del proceso al que fuese sometido el poeta Heberto Padilla.
Las preguntas
En el Renacimiento se repetirá la constante, Miguel Ángel Buonarotti tendrá una relación tensa con Julio II, el papa guerrero; Maquiavelo diseñará el poder para Los Medicis y El Dante, activista en la política florentina, no tendrá reparos en tomar partido por una de las facciones en pugna; aunque le cueste el exilio. Románticos como Goethe y Beethoven celebrarán a Napoleón y a su gesta imperial y mesiánica. El siglo que recién concluimos tiene quizá una expresión patética en Martín Heidegger, el filósofo existencialista que abandonó su cátedra y sus responsabilidades de rector de la universidad de Friburgo para convertirse, desde los estrados académicos, en un propagandista del nacionalsocialismo, en un funcionario servil de Hitler.
Jean Paul Sartre y cierta élite intelectual francesa, a mi entender, fueron los verdaderos padres del socialismo cubano al trasmutar la voluntad y vocación tiránica de Fidel Castro en una épica humanista; ellos, los filósofos benevolentes, los mismos que se hicieron la vista gorda ante la evidencia de los crímenes de Stalin; negaron los procesos criminales de los años 30 del siglo pasado en la naciente república obrera, hicieron un gesto de incredulidad cuando se les habló de los Gulag, o se denunció la persecución, reclusión en campos de exterminio y asesinato de escritores y sin embargo se mantuvieron no sólo en el error y la apatía sino que embistieron contra aquellos que se atrevían a señalar las barbaridades que se cometían en la gloriosa Unión Soviética; ellos no dudaron en agredir y desdeñar a quienes venían del infierno colectivista de Stalin, y miraban con sarcasmo y cierto asco a Nina Berberova, Vladimir Nabokov o M. Héller. Cierto, fueron coherentes al taparse los ojos y los oídos cuando se les hablaba del ostracismo al cual había sido condenado Lezama Lima o del proceso al que fuese sometido el poeta Heberto Padilla.
Las preguntas
¿Qué necesidad tuvo Pablo Neruda de escribirle una oda a Stalin? ¿Y Salvador Dalí de reservarle unas palabras de elogio a Francisco Franco?
¿Por qué quienes deberían, por condición, condenar las arbitrariedades del poder no sólo se han mostrado sumisos sino que militan en sus perversiones y participan en sus festines? ¿Por qué quienes deberían tener una visión abierta se han convertido en fanáticos y cerraron (y cierran) sus pensamientos, contradiciéndose con sus circunstancias y legados naturales?
Hace poco leí una entrevista que le hicieran a nuestro poeta Eugenio Montejo en la que señalaba algo esclarecedor, por lo puntual. Nos recordaba la existencia de una clase de intelectuales tiranofílicos que se remonta en el tiempo hasta aquel empeño de Platón por formar al tirano filósofo en Siracusa. (Muchos de ellos, muy nuestros, no se atrevieron a denunciar, por ejemplo, a la reciente Feria Internacional del Libro dedicada al régimen cubano, una dictadura que ha condenado al ostracismo, al exilio, a la cárcel o a la muerte a muchos de sus artistas y escritores relevantes. Quienes no lo hicieron se convirtieron en el reflejo especular de aquella élite que negó los crímenes soviéticos, que más tarde negaría también los exabruptos de la revolución cultural china, los que no condenaron con firmeza el genocidio del camarada Pol Pot y quienes hoy se hacen la vista gorda o reciben con ternura antropológica las buenas nuevas que llegan desde Venezuela). Esta estirpe de nuevo se manifiesta avalando al neo autoritarismo y está siempre presta a denunciar el fracaso de las instituciones democráticas y celebra, no de forma tan íntima, cuando los íconos de la democracia son destruidos por los actos bárbaros del terrorismo, siempre justificados y amparados por ser la expresión, la causa última de un redentor (tirano filósofo) y de los pobres de la tierra, y aplaude irresponsablemente a quienes pretenden unificar colores y pensamientos; ellos no han regresado de su viaje a Siracusa.
Es prudente recordar también que ha existido siempre una corriente de escritores, creadores e intelectuales que ve como necesidad vital la independencia de criterio, la libertad para expresar su estética, que opone la civilidad al militarismo caudillista, y se niega a ser tropa de montoneras, a ellos no los mueve a votar el toque de diana y defienden la diversidad y el derecho a disentir, porque consideran que disentir, no estar de acuerdo, es, más que un derecho, un asunto capital para el desempeño creativo: el creador interviene a la realidad con la que no se siente a gusto, la transforma, la cuestiona.
Esta corriente tiene nombre, son todos aquellos que, como Séneca, prefieren el ostracismo, el exilio interior o la muerte antes que servir a los caprichos de una voluntad absoluta. La estirpe de Ana Ajmatova, Mijail Bulgakov, Stefan Sweig, Boris Pasternak, Thomas Mann; Herman Hesse, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas y Salman Rushdie, entre muchos otros, los que han construido su obra a pesar del poder; los que siempre estarán en el tranvía de Friburgo haciendo la pregunta: "Señor Heidegger, ¿de vuelta de Siracusa?".
¿Por qué quienes deberían, por condición, condenar las arbitrariedades del poder no sólo se han mostrado sumisos sino que militan en sus perversiones y participan en sus festines? ¿Por qué quienes deberían tener una visión abierta se han convertido en fanáticos y cerraron (y cierran) sus pensamientos, contradiciéndose con sus circunstancias y legados naturales?
Hace poco leí una entrevista que le hicieran a nuestro poeta Eugenio Montejo en la que señalaba algo esclarecedor, por lo puntual. Nos recordaba la existencia de una clase de intelectuales tiranofílicos que se remonta en el tiempo hasta aquel empeño de Platón por formar al tirano filósofo en Siracusa. (Muchos de ellos, muy nuestros, no se atrevieron a denunciar, por ejemplo, a la reciente Feria Internacional del Libro dedicada al régimen cubano, una dictadura que ha condenado al ostracismo, al exilio, a la cárcel o a la muerte a muchos de sus artistas y escritores relevantes. Quienes no lo hicieron se convirtieron en el reflejo especular de aquella élite que negó los crímenes soviéticos, que más tarde negaría también los exabruptos de la revolución cultural china, los que no condenaron con firmeza el genocidio del camarada Pol Pot y quienes hoy se hacen la vista gorda o reciben con ternura antropológica las buenas nuevas que llegan desde Venezuela). Esta estirpe de nuevo se manifiesta avalando al neo autoritarismo y está siempre presta a denunciar el fracaso de las instituciones democráticas y celebra, no de forma tan íntima, cuando los íconos de la democracia son destruidos por los actos bárbaros del terrorismo, siempre justificados y amparados por ser la expresión, la causa última de un redentor (tirano filósofo) y de los pobres de la tierra, y aplaude irresponsablemente a quienes pretenden unificar colores y pensamientos; ellos no han regresado de su viaje a Siracusa.
Es prudente recordar también que ha existido siempre una corriente de escritores, creadores e intelectuales que ve como necesidad vital la independencia de criterio, la libertad para expresar su estética, que opone la civilidad al militarismo caudillista, y se niega a ser tropa de montoneras, a ellos no los mueve a votar el toque de diana y defienden la diversidad y el derecho a disentir, porque consideran que disentir, no estar de acuerdo, es, más que un derecho, un asunto capital para el desempeño creativo: el creador interviene a la realidad con la que no se siente a gusto, la transforma, la cuestiona.
Esta corriente tiene nombre, son todos aquellos que, como Séneca, prefieren el ostracismo, el exilio interior o la muerte antes que servir a los caprichos de una voluntad absoluta. La estirpe de Ana Ajmatova, Mijail Bulgakov, Stefan Sweig, Boris Pasternak, Thomas Mann; Herman Hesse, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas y Salman Rushdie, entre muchos otros, los que han construido su obra a pesar del poder; los que siempre estarán en el tranvía de Friburgo haciendo la pregunta: "Señor Heidegger, ¿de vuelta de Siracusa?".