He decidido visualizar mi futuro. No es un ejercicio tonto de esos que recomiendan algunos optimistas de la nueva era. Es como si nos preguntasen de nuevo qué quieres ser cuando seas grande, y nosotros respondiéramos, quiero ser un astrónomo para descifrar las cartas que me dejó mi bisabuelo.
El papá de mi abuela materna sabía de astrología, le enseñó a su hija a pasear la mirada inteligente por la bóveda celeste que se abría en los cielos de Tumeremo. El era un Sirio que recibió de su hermano Elías un golpe en público, lo humilló, le dio en la cara con el envés de la mano y le prohibió casarse con Elisa, una mujer de El Líbano. Mi bisabuelo bajó a Egipto y tomó un barco, tenía unas pocas dracmas y le dijo al hombre en una dársena en el delta del Nilo: lléveme al lugar más remoto de la tierra. Ese lugar era Carúpano; allí desembarcó con sus libros de astronomía, el conocimiento atávico de los orfebres y el olfato despierto a las bullas de oro que nacían al oeste del río Cuyuní; el mismo olfato que hizo que Francisco Centeno dejara las posesiones británicas en el Esequibo, cruzara la isla de Ankoko y se entregara a sus sueños. El viejo Sirio luego de probar fortuna en la minería, apostó por el caucho, su hijo Amable murió de botulismo, y él se arruinó en la hacienda de balatá; Francisco murió de hematuria, colgado de una hamaca, en medio de la selva, lejos de todo y de todos. Ambos en cierta forma eran ciudadanos británicos; Trinidad, Guyana o Siria eran parte del imperio inglés; y en los salones del Museo de Ciencias, en Londres, Sir Arthur Conan Doyle prefiguró El Mundo Perdido en las sabanas del Paratepui,.
Ahora, a mitad del camino de la vida, como el Dante, yo me recreo en pensar que reclamaré la ciudadanía británica de mis bisabuelos, que iré a pasar el resto de mi vida en Hampstead; pasearé cada tarde entre los parroquianos, como otro más, confundido y diferenciado; me gusta pensar en John Keats; y me iré a sentar en un banco en una de las colinas del parque, cerca de los estanques, de cara al ocaso y esperaré a que vengan junto a los vientos de cada estación los ladridos de una perra salvaje.
A quien en la ciudad
quien en la ciudad estuvo largo tiempo
confinado, le es dulce contemplar la serena
y abierta faz del cielo, exhalar su plegaria
hacia la gran sonrisa del azul.
¿Quién más feliz, entonces, si, con el alma alegre,
se hunde, fatigado, en la blanda yacija
de la hierba ondulante y lee una acabada,
una gentil historia de amor y languidez?
Si, atardecido, vuelve al hogar, ya en su oído
la voz de Filomela, y acechando sus ojos
la fúlgida carrera de una pequeña nube,
lamenta el deslizarse del presuroso día,
desvanecido como la lágrima de un ángel
que cae por el éter claro, calladamente.
John Keats
John Keats