lunes, octubre 23, 2006

Las películas se disfrutan a solas






Me gustaría comprender la mecánica de mis gustos. Ayer no tenía muchas cosas que hacer, no quería explorar alternativas y me abandoné a las circunstancias. Las circunstancias eran los deberes y los deberes de las noches de los domingos son antipáticos. Los peores amigos son aquellos que te interpretan, los que dicen conocer más que nadie las curvaturas, los picos y los bajos, las ondulaciones y los puntos muertos de la vida que a uno mismo le gustaría no terminar por descifrar. Ninguna persona quiere sentirse predecible. Al menos, no tan predecible o groseramente expuesta. Sin embargo, admito que es difícil no lanzar telegramas, anuncios, amagos, gestos e imprecaciones que colman las expectativas de los entendidos.

Los entendidos nunca dirán que no previeron lo que termina siendo.

Este fin de semana no tenía paciencia para las bromas y en los reencuentros con los amigos las bromas abundan, pero mucho más, los supuestos. Vivimos en un mundo donde la gente da por sentado que a uno no le va a gustar la mirada de una mujer, el discurso de una pasión particular o una película. En estos días, en un canal por cable, trasmitieron un filme que vi hace tiempo y del que me había olvidado; una de esas películas que al ser presentadas en pantalla dejan la impresión de que se convertirán en inmortales; la vimos en grupo, y casi le ofrendamos nuestro silencio; yo hubiese sido feliz estando solo, mis amigos daban por hecho que iba a hacer sus mismos gestos de desagrado, que me incorporaría a la burla, al placer de denostar en colectivo. Cada vez me vuelvo más sensible a expresarme en grupo, a responder a su expectativa; es una tensión pueril e innecesaria, nunca se está más solitario que en esos momentos dónde se debe abandonar el criterio individual para acomodarlo a lo que esperan tus entendidos que se acomode.

En Los Modernos (Alan Rudolf, 1988) podemos encontrar todos los elementos que denotan las insuficiencias y los pecados de una pretendida e inteligente producción repleta de frases felices, saturada de estereotipos, de irreverencias o transgresiones políticamente correctas; podemos hallar los motivos para no verla, para olvidarla; pero más allá de la caricaturización de la generación perdida, del París bohemio de la entreguerra del siglo pasado y de toda una época en la que nacieron, entre otras cosas, los Trópicos de Henry Miller, impera la necesidad de querer estar solo y confrontar la mirada de Linda Fiorentino, particularmente en las escenas de amor en la tina de baño, lejos de tanta bulla, de los amigos y de cualquier comentario impertinente.

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