martes, octubre 24, 2006

Viola d amore


Hay muchas maneras de leer a James Joyce, otras tantas de protegerse de él, y de evitarlo. Recuerdo que en una ocasión, hace muchos años, me iba a tomar los tragos en la barra de La Girondina, andaba haciendo el recorrido de los neófitos y llevaba bajo el brazo, como un apéndice rectangular, una edición del Ulises; las cervezas costaban dos bolívares y Denzil Romero, a eso de la una, solía encontrase en ese lugar con Efrén Acevedo para beber un whisky, fumar y mirar sentado desde la barra como si fuese un león benevolente. Él era impredecible, ya había escrito el libro con el que se ganaría el premio Sonrisa Vertical, La esposa del Dr Thorne; de pronto se volteó hacia mi y me dijo señalando al Ulises, no pierdas el tiempo leyendo esa vaina. Nunca le hice caso porque lo tomé como una ironía; ahora no sé si él dejaba una huella falsa, un rastro equívoco, si borraba una aproximación personal al autor irlandés y se protegía del Ulises o de Finniegans Wake para acercarse a la correspondencia de James Joyce. Entiendo que hay que reaprender el inglés para leer a Joyce; y que suena pretencioso decir que uno se ha leído la traducción de José María Valverde; sin embargo, en Vista del amanecer desde el trópico, en Tres tristes tigres y en La Habana para un infante difunto de Guillermo Cabrera Infante, disfrutamos a un escritor que fuerza, viola, comete estupro y ultraja, en una Viola d amore, al español o a Bustrofedón, sin que por ello se nos exija otro aprendizaje que el goce irrestricto, el placer lujurioso y cochino del lenguaje.
He estado investigando un poco sobre el amor, y me cansé de recurrir a los textos recomendados, a Sthendal a Ovidio o a Flaubert. Estuve aburrido y mirando el techo de mi habitación, repasaba las frases redondas, algunas majestuosas y lúcidas, a veces demasiado, tratándose de un tema rastrero y vil; yo necesitaba carne y algo de morbo para capturar la procacidad de la pasión y ¿qué otra cosa más canalla que invadir la intimidad del otro? ¿Qué puede rebasar la lectura de la correspondencia de amor del autor que admiras, del hombre que amaba a Shakespeare y se cogía con una “lujuría ingobernable” a su amante (luego esposa) Nora Bernacle?
Nada.
No sé quién le robó las cartas a Stanislau Joyce, quién las vendió, quién las subastó. Hoy sólo me encuentro agradecido por el brutal acto que hizo posible que llegaran a mis manos estos papeles que leo con rubor; muy caliente, siempre acariciando una epifanía definitivamente pornográfica.
Ahora comprendo qué lecturas ocultaba Denzil.

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