Israel Centeno
Vivimos en una época en la que las palabras han perdido su significado original. Se siguen utilizando con la misma solemnidad que en el siglo XX, pero su contenido ha sido vaciado o, peor aún, transformado en algo completamente distinto sin que la mayoría de la gente lo note. Una de esas palabras es democracia.
Los mapas del mundo siguen pintando ciertos países de azul, etiquetándolos como “democracias plenas”, como si ese título todavía tuviera el peso que alguna vez tuvo. Nos dicen que estos lugares defienden la libertad, la transparencia y la autodeterminación. Pero basta con viajar a esos países y ver la realidad con nuestros propios ojos para darnos cuenta de que la democracia que se predica no es la que se practica.
Tomemos a Canadá, por ejemplo, un país presentado como la cima de la democracia, pero que ha evolucionado en un estado de vigilancia. Las protestas de los camioneros en 2022 demostraron lo fácil que es para un gobierno democrático congelar cuentas bancarias, monitorear a sus ciudadanos y restringir libertades básicas con un simple decreto de emergencia. No fueron las acciones de una fuerza clandestina, ni de un régimen autoritario operando en las sombras. Fue el propio gobierno “democrático” quien lo hizo, sin la menor contradicción interna.
Australia no es diferente. Allí, el Estado tiene control absoluto sobre la vida privada a través de la tecnología, la tributación y la regulación del discurso público. La intolerancia académica y la censura en redes sociales son moneda corriente. Suecia, otro país clasificado como democracia plena, sigue un modelo similar: un sistema donde el Estado regula cada aspecto de la vida hasta el punto de un cuasi-totalitarismo, todo en nombre de la igualdad y la seguridad social.
Entonces, cuando hablamos de democracia plena, ¿de qué estamos hablando realmente?
¿Se trata simplemente del derecho a votar? ¿Se trata de poder elegir entre opciones preaprobadas en un sistema que, en muchos casos, ya ha decidido el curso de la política independientemente de la voluntad del pueblo? ¿Se trata de libertad de expresión, cuando esa libertad es censurada de facto a través de regulaciones, listas negras y linchamientos digitales?
¿Estamos confundiendo democracia con igualdad forzada, una igualdad que no eleva a las personas, sino que las aplana y las somete?
Estas son las preguntas que debemos hacernos a medida que el mundo se reorganiza en estados cada vez más intolerantes, más autoritarios y más vigilados.
Porque si democracia plena significa vivir bajo la supervisión constante de un Estado que dicta lo que podemos decir, pensar y hacer, entonces la democracia del siglo XXI ya no es la del siglo XX.
Hoy en día, nadie está realmente fuera del sistema de vigilancia. Cualquiera que use un teléfono, televisión, internet o redes sociales es monitoreado de una u otra forma. Cada búsqueda, cada compra, cada opinión expresada en una plataforma digital es registrada, analizada y, si es necesario, corregida o eliminada.
La única forma de escapar de esta red de control, en algunos países, es literalmente desaparecer del sistema. Esto es lo que llaman vivir fuera de la red (off the grid). Y los únicos que realmente viven fuera de la red son los indigentes, aquellos que han abandonado por completo la estructura del mundo moderno.
Pero optar por entrar o salir de la vigilancia ya no es una opción. En este nuevo orden, los algoritmos ya han colocado en ti la marca del esclavo.
Tu rostro está registrado, tu voz ha sido analizada, tu historial de compras ha sido procesado, tus opiniones han sido clasificadas y etiquetadas.
Tus pensamientos han sido reducidos a un perfil digital, a un modelo predictivo de quién eres, qué harás y qué te hará reaccionar.
¿Quién es tu amo?
Es la pregunta que nadie se atreve a hacer. Porque en un mundo donde la libertad se ha convertido en una simulación y la esclavitud es voluntaria, nadie quiere mirar demasiado de cerca el sello que ya lleva marcado en la frente.
Estados Fallidos, Tiranías Digitales y el Nuevo Orden de Control
Cuando observamos países como Venezuela, Cuba y Nicaragua, vemos algo que va más allá de una simple dictadura. No se trata solo de regímenes autoritarios; son estados fallidos, pero con una dimensión adicional: una simbiosis con la delincuencia, una profunda complicidad con el crimen organizado y una tolerancia tácita por parte de las llamadas democracias plenas del mundo.
La opresión en estos lugares es más salvaje, más primitiva. No depende de tecnología sofisticada ni de redes de vigilancia avanzadas, sino de violencia cruda, miedo y el colapso absoluto de las instituciones. Estos regímenes no funcionan como estados modernos, sino como feudos, donde el imperio de la ley ha sido reemplazado por la ley de la fuerza. El Estado y el crimen organizado son indistinguibles: milicias, pandillas y fuerzas de seguridad del gobierno operan de manera intercambiable, creando un ecosistema en el que el control no se ejerce únicamente desde arriba, sino que se difunde en cada aspecto de la vida diaria a través de la intimidación, los informantes y las represalias brutales.
Pero estos son métodos antiguos de control—la opresión como se hacía en el pasado, donde el poder se mantenía por pura brutalidad. Esto no es China.
El Partido Comunista Chino (PCC) ha evolucionado hacia algo mucho más sofisticado. No gobierna simplemente a través del miedo—gobierna con precisión, con inteligencia artificial, con la integración absoluta de la tecnología en la administración del Estado. El PCC ha desarrollado un totalitarismo digital que castiga, vigila y recompensa a sus ciudadanos con eficiencia matemática. Ya no es una dictadura de hombres, sino de algoritmos.
El Sistema de Crédito Social es el mejor ejemplo de ello: un mecanismo a través del cual toda la población es clasificada, monitoreada y condicionada a comportarse de manera que beneficie al Estado. A través del reconocimiento facial, el rastreo financiero y el análisis basado en inteligencia artificial, el gobierno decide quién tiene acceso a oportunidades y quién es marginado de la sociedad. El disenso no solo es castigado; es sistemáticamente borrado. El modelo es aterrador porque se refuerza a sí mismo: quienes se adaptan son recompensados, mientras que quienes resisten son eliminados del sistema. El objetivo no es solo la obediencia, sino una sociedad donde la desobediencia ni siquiera sea una posibilidad.
Y, sin embargo, en las democracias occidentales, ha surgido otra forma de control—menos visible, menos brutal, pero igualmente efectiva.
En los Estados Unidos, las personas en la cima del sistema no son controladas por la policía ni por agentes del Estado, sino por el crédito.
Los sistemas financieros actúan como cadenas invisibles—tu puntaje de crédito dicta dónde puedes vivir, qué préstamos puedes obtener, si puedes acceder a una vivienda, a la educación o incluso a ciertos empleos. La deuda es el grillete moderno, mantiene a las personas atrapadas en un sistema que exige productividad, mientras les ofrece las recompensas justas para evitar la rebelión. No es necesario que el gobierno intervenga cuando las instituciones financieras privadas ya determinan los límites de la libertad individual.
El problema ya no es solo el totalitarismo tradicional. La verdadera pregunta ahora recae en Occidente, no en si el totalitarismo se expandirá, sino quién dirigirá el nuevo orden. La lucha no es ideológica, sino de poder: ¿quién dictará las reglas del juego en un mundo donde la democracia ha sido vaciada de su significado original?
En este orden emergente, los Estados soberanos ya no sirven a sus ciudadanos; los administran. Regulan el pensamiento, controlan la educación y establecen los límites del discurso aceptable. Quienes se salen de la norma no se enfrentan a un dictador con uniforme, sino que son castigados por algoritmos, silenciados por sistemas automatizados y convertidos en fantasmas digitales en un mundo donde la participación ya no es un derecho, sino un privilegio concedido por el sistema.
El futuro del gobierno no será decidido por parlamentos o elecciones.
Serán la vigilancia, la automatización y la inteligencia artificial quienes gobiernen.
Y en este nuevo mundo, la pregunta no es si la democracia sobrevivirá.
La pregunta es quién gobernará sobre sus ruinas.