Israel Centeno
No hay oficio donde el engaño y la ausencia de integridad sean más elogiados como virtudes que en la política. En otro tiempo, faltar a la palabra era una falla moral. Hoy es estrategia. El arte de la mentira, la ciencia de la traición: estos son los instrumentos del poder. La noción del bien común no es más que un adorno retórico, invocado cuando conviene y desechado cuando estorba.
Ahora, cuando la ilusión de la democracia se desvanece y nuevas formas de neo-totalitarismo toman forma, la política ha refinado sus métodos. Ya no gobierna a través de la fuerza bruta, sino mediante la manipulación de emociones, la fabricación de percepciones y el cuidadoso diseño de la división social. Vivimos en una época donde los mapas pintan naciones enteras de azul, etiquetándolas como "democracias plenas", mientras en muchas de ellas la prensa es amordazada, las universidades se convierten en fábricas de dogmas y el discurso público es dictado por una mano invisible.
Las mismas tácticas se repiten en todas partes: los hechos se descontextualizan, se convierten en narrativas de persecución estalinista y se utilizan como armas políticas. Los medios amplifican el escándalo, transformando la conversación nacional en una hoguera de miedo y furia. Una sociedad en ansiedad perpetua es una sociedad fácil de controlar.
Y luego viene la siguiente escena: los mismos actores políticos que se insultaban frente a las cámaras ahora estrechan manos en privado, reparten cuotas de poder y reorganizan sus alianzas. La política es el negocio del engaño, de los conflictos escenificados y la indignación fabricada. Es el arte de la trampa sucia, siempre en nombre del progreso.
Pero el poder actual no se conforma con controlar leyes y discursos. Ahora busca algo más profundo: la relación entre amo y esclavo.
La tecnología ha dejado de ser una herramienta y se ha convertido en un ídolo. La adoramos voluntariamente, entregamos nuestros datos, nuestra privacidad, nuestra autonomía—nos ofrecemos sin costo, agradecidos por la última aplicación que nos da nuevas ilusiones.
El futuro ya no se parece tanto a 1984, donde la obediencia se imponía por el miedo. En su lugar, se perfila la distopía de Huxley, donde la servidumbre se acepta con agrado, donde la sumisión se siente como placer, y donde las cadenas están hechas de comodidad, no de hierro. La marca del esclavo ya no se impone, se solicita.
Este es el nuevo mundo virtual, la realidad simulada, donde incluso la libertad y la verdad no son más que simulaciones bien producidas. No es de extrañar que, a pesar de todas las evidencias, cada vez más voces salgan al mainstream clamando que el libre albedrío no existe.
¿A qué criminales se buscará exculpar, alegando que nunca tuvieron la capacidad de diferenciar el bien del mal?
Porque si el ser humano no es libre, entonces nadie es responsable.
Y si nadie es responsable, entonces el mal deja de ser mal.
Este es el mundo que nos ha tocado.
Y este, por ahora, es su destino.