Hay quienes esperan mucho de la realidad, una revelación, un indicio o una veta por donde desarrollarán un proyecto estético; y la realidad es sólo algo fuera y dentro, una percepción sobrecargada de miradas disímiles, sólo constatable por consenso y por algunas medidas que la hacen “tangible”. La realidad no es rica. La realidad es un significante saturado de lugares comunes y expectativas vulgares. Se espera de ella riqueza e inspiración, se ejercita una mayéutica y se le pregunta, se establecen con ella diálogos agotados y no pasa nada, poco dice porque es reiterativa o redundante, cansina.
Recuerdo aquel cuento de navidad de Paul Auster, el hombre que colocaba todos los días y por muchos años, una cámara frente a su tienda y la cámara tomaba una y otra vez la misma foto, nada nuevo, algunos detalles cualitativos de los que nadie se percataba; las fotos no revelaban grandes cosas ni variaciones determinantes, porque no las hay, ni siquiera en sus exageraciones, crímenes, guerras, asaltos, violaciones, atropellos; se pudieran registrar las fotos de todos los excesos y tendríamos las fotos de todas las inhibiciones, y es por eso que la gente es conmovida con facilidad por los cornos épicos y los llamados de las gestas redentoras: no puedo cambiar mi pobre y rutinaria vida, parecen decirse, entonces le doy una gran bofetada al mundo y lo pongo patas arriba, construyo un paraíso o un infierno, pero hago algo que aleje el sabor a almendra o a cianuro que deja en mi boca la cosificación a la que me condena la vida cotidiana.
Luego vienen los románticos y se invisten de las glorias y de la maldición de la especie, quienes a falta de gloria propia se glorifican en la raza o en la ideología; encarar que somos finitos, efímeros y casi sin importancia nos sume en la desesperanza -no puede ser-, en el sopor -soy trascendente-, en la indignación -debo hacer algo, una estupidez, una gran estupidez y estar con otros cientos, sumar voluntades y dar un vuelco a la mortalidad-. A veces pienso estas cosas y siento ternura y un gran apego por el arte, único espacio en el que por segundos nuestro espíritu es conmovido por el llanto verdadero de algún dios inmortal.
Pero de esto no quería hablarles, es muy fastidioso, es un tema muy tratado y pensado hasta el hartazgo en la intimidad y en los foros públicos, insistir en la irreverencia es dejar de ser irreverente, la única irreverencia posible es su ignorancia, su destierro, el exilio de aquellos excesos que buscan llamar la atención.
Mi propósito era hablarles mal de los gatos. He tenido la ocasión de ponerme a pensar con detenimiento sobre este animal y, claro mis verdades sólo son mías, he llegado a la conclusión de que, de todos los animales que habitan el mundo, es el más infame, el deleznable, hay cierta demonología que lo emparenta con brujas y demonios ¡Por Dios! con el misterio y con la magia, dicen que a los egipcios les señalaban el camino a los infiernos. Todos los mitos que rodean al sibilino animal doméstico forman parte de la premeditada tergiversación de unas viejas y aburridas amas de casa. Muchas de ellas quemadas por brujas, no sin cierta razón.
El gato no es un animal libre e independiente; es el felino que ha rendido sus armas y su astucia a la comodidad de una poltrona; el gato no se civilizó con el hombre que habitó los caseríos y ciudades, él se ha entregado al calor del fuego de un hogar, a las caricias de la mano regordeta de una matrona, a los mimos de las histéricas y a los remilgos de algunos solterones que también requieren de su ambigua sumisión. Los gatos y las gatas terminan gordos y castrados ronroneando por los rincones de las casas; hermosos, estériles, decorativos e inútiles. Por eso gustan tanto a las almas posesivas: el perro nace sumiso, es su condición, el gato libre y salvaje se rinde por voluntad propia, se entrega, ofrenda su genitalidad y se acomoda al nicho dispuesto y sostenido por quien manda en la casa.
Luego de estas frívolas consideraciones, sólo me resta pensar, caprichosamente, que Venezuela es un país de gatos y gatas; que no de tigres y cunaguaros.
Y mi pregunta del día es, ¿en qué momento dejé de ser el Rey Lear para ser el Rey Lear?
Recuerdo aquel cuento de navidad de Paul Auster, el hombre que colocaba todos los días y por muchos años, una cámara frente a su tienda y la cámara tomaba una y otra vez la misma foto, nada nuevo, algunos detalles cualitativos de los que nadie se percataba; las fotos no revelaban grandes cosas ni variaciones determinantes, porque no las hay, ni siquiera en sus exageraciones, crímenes, guerras, asaltos, violaciones, atropellos; se pudieran registrar las fotos de todos los excesos y tendríamos las fotos de todas las inhibiciones, y es por eso que la gente es conmovida con facilidad por los cornos épicos y los llamados de las gestas redentoras: no puedo cambiar mi pobre y rutinaria vida, parecen decirse, entonces le doy una gran bofetada al mundo y lo pongo patas arriba, construyo un paraíso o un infierno, pero hago algo que aleje el sabor a almendra o a cianuro que deja en mi boca la cosificación a la que me condena la vida cotidiana.
Luego vienen los románticos y se invisten de las glorias y de la maldición de la especie, quienes a falta de gloria propia se glorifican en la raza o en la ideología; encarar que somos finitos, efímeros y casi sin importancia nos sume en la desesperanza -no puede ser-, en el sopor -soy trascendente-, en la indignación -debo hacer algo, una estupidez, una gran estupidez y estar con otros cientos, sumar voluntades y dar un vuelco a la mortalidad-. A veces pienso estas cosas y siento ternura y un gran apego por el arte, único espacio en el que por segundos nuestro espíritu es conmovido por el llanto verdadero de algún dios inmortal.
Pero de esto no quería hablarles, es muy fastidioso, es un tema muy tratado y pensado hasta el hartazgo en la intimidad y en los foros públicos, insistir en la irreverencia es dejar de ser irreverente, la única irreverencia posible es su ignorancia, su destierro, el exilio de aquellos excesos que buscan llamar la atención.
Mi propósito era hablarles mal de los gatos. He tenido la ocasión de ponerme a pensar con detenimiento sobre este animal y, claro mis verdades sólo son mías, he llegado a la conclusión de que, de todos los animales que habitan el mundo, es el más infame, el deleznable, hay cierta demonología que lo emparenta con brujas y demonios ¡Por Dios! con el misterio y con la magia, dicen que a los egipcios les señalaban el camino a los infiernos. Todos los mitos que rodean al sibilino animal doméstico forman parte de la premeditada tergiversación de unas viejas y aburridas amas de casa. Muchas de ellas quemadas por brujas, no sin cierta razón.
El gato no es un animal libre e independiente; es el felino que ha rendido sus armas y su astucia a la comodidad de una poltrona; el gato no se civilizó con el hombre que habitó los caseríos y ciudades, él se ha entregado al calor del fuego de un hogar, a las caricias de la mano regordeta de una matrona, a los mimos de las histéricas y a los remilgos de algunos solterones que también requieren de su ambigua sumisión. Los gatos y las gatas terminan gordos y castrados ronroneando por los rincones de las casas; hermosos, estériles, decorativos e inútiles. Por eso gustan tanto a las almas posesivas: el perro nace sumiso, es su condición, el gato libre y salvaje se rinde por voluntad propia, se entrega, ofrenda su genitalidad y se acomoda al nicho dispuesto y sostenido por quien manda en la casa.
Luego de estas frívolas consideraciones, sólo me resta pensar, caprichosamente, que Venezuela es un país de gatos y gatas; que no de tigres y cunaguaros.
Y mi pregunta del día es, ¿en qué momento dejé de ser el Rey Lear para ser el Rey Lear?