un hombre puede ser destrozado, pero no derrotado
ernest hemingway - el viejo y el mar
Desde hace tiempo hemos tenido años duros en Venezuela. Antes de la lucha por el referéndum consultivo, luego de los sucesos de abril del 2003, las cosas se pusieron difíciles para mí, hubo cartas, amenazas, editoriales en los periódicos oficialistas. Yo daba clases en ICREA, comenzaba el paro y unos militares en La Plaza Altamira se habían declarado en desobediencia. Una noche al regresar a mi casa, luego de estacionar el carro, un hombre sale de los arbustos del estacionamiento y con un punzón en la mano me da dos veces en el brazo izquierdo, rasga mi camisa y me hiere apenas; parecía un tipo de la calle, un indigente, pero me repetía la frase, escuálido de mierda, mientras tratada de acertarme una estocada meritoria; entonces G. bajó del primer piso del edificio, había estado escuchando el alboroto, y disparó con su Beretta tres tiros al aire y el hombre, convertido en lagarto, trepó por una de las palmeras y brincó el enrejado hacia la calle. G. salvó mi vida. Al día siguiente me enteré que a Luis Britto, el fotógrafo, habían intentado matarlo.
Luego llegaron los tiempos del referéndum revocatorio, la calle se endureció aún más y a pesar de los obstáculos, del rechazo de las firmas, de las protestas, de la represión, de las muertes y de las torturas de febrero del 2004, de las amenazas, de los despidos y del ventajismo oficial, hubo referéndum para revocar el mandato presidencial. De nuevo me encontré a G; estaba junto a la hermana, hacía una larga cola que le daba dos vuelta a la manzana, una fila que se retrasó por más de catorce horas frente al centro electoral. Corrí con suerte y pude responderle a una máquina, que sí, que yo deseaba que el presidente abandonara el cargo, lo hice mucho antes de mis amigos, fue una tarde larga pero festiva, podría detenerme a escribir la crónica de aquel día, pero ese no es mi propósito. Lo festivo se convirtió en asombro en la madrugada. En estupefacción, atropello y asesinato el día siguiente. Compartimos muchos días terribles, de desesperanza y orfandad, se hablaba de fraude. Unos líderes perdieron el conocimiento en el comando de la Coordinadora Democrática, otros no quisieron echarse una vaina encima y hacer lo que todo el mundo esperaba que hicieran, los demás se recogieron, murmurando un nojoda bajito, a sus cuarteles de invierno.
Más tarde supe que G. estaba enfermo. Tenía diabetes, siempre la tuvo, pero los últimos años la enfermedad fue cobrando sus riñones, una pierna, la audición y la vista. Hace dos semanas fui a su casa a ayudarlo a acomodarse sobre su cama, le toqué la espalda, volteó, vió entre brumas a una sombra parecida a mí y grito ¡Israel! Yo, sin saber qué más hacer, le di más golpecitos en la espalda.
Desde hace un mes y luego de haber pasado por un proceso de negación y de anomia, la gente tiene la febrícula electoral, hay esperanzas y ganas de que llegue el día de las elecciones para llenar los centros de votación, tal como lo hicimos en agosto del 2004 y ganar. Todo el mundo está en campaña como si estuviéramos en democracia y el tema de las condiciones para garantizar unas elecciones no fraudulentas es tabú entre los entusiastas. Pero ahora las condiciones son más adversas que antes, todos los poderes y recursos están en manos del proyecto autoritario del comandante presidente, el árbitro electoral es un apéndice del Ejecutivo y ha impuesto unas normas que hasta hace poco eran inaceptables. Sin embargo, la gente, políticos versados y entusiastas ciudadanos que parecen haber saltado el propósito de no olvidar, dice que hay que involucrarse para devolver la esperanza a la calle, Chávez es derrotable a pesar de que no existan las condiciones y podremos cobrar. Y yo me pregunto ¿cobrar qué? ¿Acaso el comandante presidente, ahora líder global, el señor Cerebro, va a perder las elecciones? Cerebro ni siquiera está haciendo campaña porque ya tiene los resultados en el bolsillito de su camisa roja. Por supuesto que va a perder, pero sus máquinas, técnicos y números dirán al país a eso de las tres de la mañana, hora en la que el proceso acostumbra manifestarse, que ganó con diez millones de votos más uno, entonces se acabará la fiesta y llegará la hora nona. No estará G, el amigo que a pesar sus circunstancias, mostraba determinación y esperanza, para encogerse de hombros y decir, esta vaina se la llevó quien la trajo.
De cualquier manera y cualesquiera sean los resultados, G. nos hará falta, lo extrañarán su familia, sus vecinos, sus amigos. Y sé que lo estaré buscando en la fila que se va a armar frente al Lino de Clemente, a ver si necesita algo, un vaso de agua, protector solar o más ánimo.
Luego llegaron los tiempos del referéndum revocatorio, la calle se endureció aún más y a pesar de los obstáculos, del rechazo de las firmas, de las protestas, de la represión, de las muertes y de las torturas de febrero del 2004, de las amenazas, de los despidos y del ventajismo oficial, hubo referéndum para revocar el mandato presidencial. De nuevo me encontré a G; estaba junto a la hermana, hacía una larga cola que le daba dos vuelta a la manzana, una fila que se retrasó por más de catorce horas frente al centro electoral. Corrí con suerte y pude responderle a una máquina, que sí, que yo deseaba que el presidente abandonara el cargo, lo hice mucho antes de mis amigos, fue una tarde larga pero festiva, podría detenerme a escribir la crónica de aquel día, pero ese no es mi propósito. Lo festivo se convirtió en asombro en la madrugada. En estupefacción, atropello y asesinato el día siguiente. Compartimos muchos días terribles, de desesperanza y orfandad, se hablaba de fraude. Unos líderes perdieron el conocimiento en el comando de la Coordinadora Democrática, otros no quisieron echarse una vaina encima y hacer lo que todo el mundo esperaba que hicieran, los demás se recogieron, murmurando un nojoda bajito, a sus cuarteles de invierno.
Más tarde supe que G. estaba enfermo. Tenía diabetes, siempre la tuvo, pero los últimos años la enfermedad fue cobrando sus riñones, una pierna, la audición y la vista. Hace dos semanas fui a su casa a ayudarlo a acomodarse sobre su cama, le toqué la espalda, volteó, vió entre brumas a una sombra parecida a mí y grito ¡Israel! Yo, sin saber qué más hacer, le di más golpecitos en la espalda.
Desde hace un mes y luego de haber pasado por un proceso de negación y de anomia, la gente tiene la febrícula electoral, hay esperanzas y ganas de que llegue el día de las elecciones para llenar los centros de votación, tal como lo hicimos en agosto del 2004 y ganar. Todo el mundo está en campaña como si estuviéramos en democracia y el tema de las condiciones para garantizar unas elecciones no fraudulentas es tabú entre los entusiastas. Pero ahora las condiciones son más adversas que antes, todos los poderes y recursos están en manos del proyecto autoritario del comandante presidente, el árbitro electoral es un apéndice del Ejecutivo y ha impuesto unas normas que hasta hace poco eran inaceptables. Sin embargo, la gente, políticos versados y entusiastas ciudadanos que parecen haber saltado el propósito de no olvidar, dice que hay que involucrarse para devolver la esperanza a la calle, Chávez es derrotable a pesar de que no existan las condiciones y podremos cobrar. Y yo me pregunto ¿cobrar qué? ¿Acaso el comandante presidente, ahora líder global, el señor Cerebro, va a perder las elecciones? Cerebro ni siquiera está haciendo campaña porque ya tiene los resultados en el bolsillito de su camisa roja. Por supuesto que va a perder, pero sus máquinas, técnicos y números dirán al país a eso de las tres de la mañana, hora en la que el proceso acostumbra manifestarse, que ganó con diez millones de votos más uno, entonces se acabará la fiesta y llegará la hora nona. No estará G, el amigo que a pesar sus circunstancias, mostraba determinación y esperanza, para encogerse de hombros y decir, esta vaina se la llevó quien la trajo.
De cualquier manera y cualesquiera sean los resultados, G. nos hará falta, lo extrañarán su familia, sus vecinos, sus amigos. Y sé que lo estaré buscando en la fila que se va a armar frente al Lino de Clemente, a ver si necesita algo, un vaso de agua, protector solar o más ánimo.
Un ciudadano hace lo que le corresponde y lo que puede, estoy seguro que me diría.